Promesa Audaz: Prólogo.

PRÓLOGO

Kim Jaejoong miró a su padre por encima de las anotaciones contables. A su lado estaba Chae Young, su madre.

El muchacho no sentía miedo alguno de aquel hombre, pese a todo lo que él había hecho, de año en año, para atemorizarlo. Le vio los ojos enrojecidos, rodeados de grandes ojeras. Jaejoong sabía que aquel rostro desolado se debía al dolor de haber perdido a sus amados hijos: dos hombres ignorantes y crueles, replicas exactas del padre.

Jaejoong estudió a Kim Tae Woong con una vaga curiosidad. Normalmente no dedicaba tiempo alguno a su hijo menor.

– ¿Qué quieres?–Preguntó Jaejoong con calma.

Tae Woong miró a su hijo como si lo viera por primera vez. En realidad, el muchacho había pasado casi toda su vida escondido, sepultado con su madre en habitaciones aparte, entre libros y registros de contabilidad. Notó con satisfacción que se parecía a Chae Young a la misma edad, Jaejoong tenía esos extraños ojos oscuros que volvían locos a algunos hombres, pero que a él le resultaban inquietantes.

El pelo era de un fuerte tono oscuro. La frente, enérgica, al igual que el mentón; la nariz, recta; la boca, generosa. ‘Sí, servirá’, se dijo. Esa belleza se podía aprovechar con ventaja.

–Eres lo único que me queda–dijo con voz cargada de disgusto–Te casarás y me darás nietos.

Jaejoong le clavó la vista, espantada. Desde un principio Chae Young lo había educado para el convento. No se trataba de una piadosa instrucción de plegarias y cánticos, sino de enseñanzas muy prácticas, que le permitirían desempeñar la única carrera posible para un joven como él de la nobleza.

Jaejoong sabía llevar los libros de grandes propiedades, dictar sentencias justas en caso de disputas y calcular el trigo necesario para alimentar a determinada cantidad de personas. Sabía leer y escribir, organizar la recepción de un rey y dirigir un hospital: todo cuanto necesitaba le había sido enseñado. Y ahora se esperaba de él que dejara todo eso para convertirse en el siervo de un hombre cualquiera.

–No lo haré.

La voz era serena, pero esas pocas palabras no habrían resonado más si se las hubiera gritado desde el tejado.

Por un momento, Kim Tae Woong quedó desconcertado. Nadie lo había desafiado nunca con tanta firmeza. En verdad, de no haber sabido que se trataba de un muchacho delicado, habría confundido su expresión con la de un hombre de fuerza. Cuando se recobró de la sorpresa, abofeteó a Jaejoong, arrojándolo al otro extremo del pequeño cuarto. Aún tendido en el suelo, con un hilo de sangre corriéndole desde la comisura de la boca, Jaejoong lo miró sin rastro de miedo en los ojos; sólo había en ellos disgusto y una pizca de odio. Él contuvo la respiración por un instante; en cierto modo, aquel muchacho casi lo asustaba.

Chae Young se lanzó hacia su hijo sin pérdida de tiempo. Agazapada junto a él, extrajo de entre sus ropas una daga de mesa. Ante aquella escena primitiva Tae Woong olvidó su momentáneo nerviosismo. Su esposa era de esas mujeres a las que él conocía bien. Pese a la apariencia externa de animal furioso, en el fondo de los ojos se le veía la debilidad.

En cuestión de segundos la aferró por el brazo y el cuchillo voló al otro lado de la habitación. Sonriendo ante su hijo, sujetó el antebrazo de la mujer entre sus poderosas manos y rompió el hueso como si fuera una ramita.

Chae Woong se derrumbó a sus pies sin decir una palabra.

Tae Woong miró a su hijo, que seguía tendido en el suelo, sin poder comprender aquella brutalidad.

– ¿Y ahora, qué respondes, muchacho? ¿Te casarás o no?

Jaejoong hizo una breve señal de asentimiento y acudió en ayuda de su madre inconsciente.