EPÍLOGO
—Está hablando por
teléfono, señor Jung —dice la secretaria de Yunho—. Pero me ha dicho que lo
hiciera pasar en cuanto llegara usted.
Estoy en las oficinas
que Yunho tiene, en un rascacielos de aluminio y cristal que parece dos piezas
de rompecabezas ensambladas.
—Gracias —le digo a
la secretaria, y me encamino hacia el despacho de mi marido y entro.
Yunho está sentado
detrás de su escritorio, la chaqueta tirada de cualquier manera encima de un
asiento. Se ha aflojado el nudo de la corbata y su camisa arremangada revela
unos antebrazos musculosos, como si no acabara de sentirse cómodo en su atuendo
de hombre de negocios. «Cateto mío», pienso, con una
punzada de placer posesivo.