miércoles, 22 de marzo de 2017

Corazón salvaje: Capítulo 6


Capitulo 6

La poderosa voz de Yunho ha penetrado, resonante, hasta el fondo de la gruta, bañada con aquel nombre que es miel en sus labios:                                   

— ¡Karam, Karam!

Pero no hay respuesta a su llamada. Rápidamente da unos pasos hundiendo los pies en la arena blanda. Luego retrocede y vuelve a salir a la desierta playa. Con la agilidad de un felino salta sobre las piedras cortantes y trepa por el sendero casi impracticable, a través de los ásperos acantilados.

Ha llegado hasta el apretado grupo de árboles que forman el fondo del jardín de los Kim. Muy cerca, las inquietas aguas de un arroyuelo saltan entre las piedras, refrescando el aire, y de los gruesos troncos de los árboles pende una trenzada hama­ca de seda de colores: trono, ahora vacío, del peligroso hombre quien ama. Junto a la hamaca, en el suelo, hay una flor, des­hojada por aquellos dedos nerviosos y ardientes, un abanico, un diminuto frasco de perfume y el último número de la más pi­caresca revista parisién... Yunho aparta con el pie aquellas naderías, y con su paso cauteloso, de tigre en acecho, va acercándose a la vieja casa, mientras susurra con la voz en diapasón: 16pt;">

— ¡Karam, Karam!

* * *

— ¿No te alegras de estar de nuevo aquí, hijito?

—Sí, mamá, me alegro de estar otra vez a tu lado. — Kim Jaejoong acaba de llegar del convento y aun viste las tocas almidonadas y el hábito blanco. Un corazón de plata prendido al pecho, puli­do y brillante como una joya, completa el religioso atavío que tan maravillosamente realza su porte.

—Ha sido tan amargo volver a esta casa sin ti —se lamenta Kim So Mi, con un sollozo fluctuando en su garganta—. ¡Te he echado tanto de menos!

—Ya irás acostumbrándote, mamá...

—Nunca, hijo, nunca. Si cambiaras de idea, mi Jaejoong. En todas partes se puede servir a Dios.

—Ya lo sé, mamá; pero también sé que muy pronto, apenas te haré falta. Karam se basta por sí solo para llenar la casa. Además, pronto se casará, y entonces vivirás con él, como es natural. Yo seguiré mi camino. Pero, ¿dónde está Karam?

—Salió con unos amigos desde por la mañana. Ni él ni yo podíamos sospechar que iban a llamarme para permitir que dejaras el convento. Ya verás qué contento se pone cuando vuelva y te encuentre aquí. Tu hermano es alocado, pero muy bueno. Y te quiere mucho, hijo, créeme.

—Así lo creo, mamá...

Con pasos inseguros, Jaejoong va cruzando las grandes estancias de aquella antigua casa de gruesos muros encalados, vie­jos y bien cuidados muebles, y anchas ventanas abiertas al jardín selvático, única herencia que el difunto señor Kim dejara.

—Supongo que te podrás quitar los hábitos, ¿no?

—Desde luego, aunque prefiero conservarlos.

—Está bien. —Acepta So Mi con gesto de resignación—. No seré yo la que quiera otra vez contrariarte. Este es tu antiguo cuarto. ¿Quieres volver a ocuparlo? Creo que es el mejor, el que tiene más luz y aire. Espérame aquí un momento mientras voy a disponer las cosas para que lo arreglen. Voy a llamar a la criada...

Kim Jaejoong ha quedado solo, pero no se detiene en aquel cuarto de anchas ventanas y paredes empapeladas. Siente una angustia que sordamente lo oprime, una inquietud que lo sacude, que lo arrastra. Bruscamente echa a andar sin rumbo fijo. Sigue cruzando la larga fila de amplias habitaciones. Se mueve como un autómata, impulsado por una fuerza extraña, mientras tiembla su corazón emocionado bajó el techo de la vieja morada paterna. Al fin llega al último cuarto, sin muebles, el cual tiene una única ventana con las grandes hojas entornadas; pero tras ellas como una sombra que se agita un instante. Luego, una mano audaz que, dándoles un empujón violento, las hace abrirse de par en par, y una voz masculina que exclama:

— ¡Karam... por fin...!

Jaejoong ha retrocedido estremecido, temblando, porque un rudo rostro varonil ha asomado tras las rejas de aquella venta­na. Por un momento, como dos aceros han chocado en el aire las dos miradas; después, las pupilas de Jaejoong se dilatan para hacerse más duras, más fijas, más altivas. Por primera vez en su vida, kim Jaejoong está mirando a Yunho del Diablo...

Yunho no ha retrocedido, no ha tratado de disimular su sorpresa. Lleva un pantalón descuidado, arremangado hasta deba­jo de la rodilla, y una tosca camiseta a rayas. Podría ser el úl­timo marino de cualquier barco de cabotaje; pero su gesto es demasiado altanero, su porte demasiado arrogante, pisan con demasiada firmeza sus anchos pies descalzos, está demasiado seguro de sí mismo, y sonríe, sonríe con leve y fina son­risa burlona, mientras examina con calma el bellísimo ros­tro que enmarcan las tocas almidonadas, y exclama, disculpándose:

— ¡Caramba! No se asuste tanto. No tiene delante a Sa­tanás.

—No me asusto —responde Jaejoong, serenándose a medias.

—Ya lo veo. Ni siquiera se ha persignado al oír el nom­bre del enemigo, lo cual es raro en la gente de su clase.

— ¿Puedo saber qué desea usted, señor? —indaga Jaejoong, visiblemente molesto.

—Con usted, nada —expresa Yunho con cierta insolencia burlona, pero sin un asomo de aspereza en la voz.

— ¿Con quién, entonces? —inquiere Jaejoong con gesto altivo.

—Ya dije el nombre de la persona a quien buscaba, a quien esperaba ver llegar.

— ¿Karam? ¿Busca usted a mi hermano? —se asombra Jaejoong sin ocultar su disgusto.

—Así parece. ¿No está él?

— ¡No tengo por qué informarle! —se encrespa Jaejoong, ya sin poder dominarse.

—Altanero, ¿eh?

— ¡Y usted, insolente! Me llama altanero y me está faltan­do al respeto desde que empujó esa ventana.

— ¡Oh! Por poca cosa se ofende.

—No estoy dispuesto a tolerar sus estúpidas burlas.

— ¡Caramba! Habla fuerte Santo Jaejoong. ¿No es ese su nombre? ¡No, no se vaya! Me está usted dando una gran sorpresa. Yo pensé que eran más amables y, me­nos bonitos. ¡Oh!, no se ofenda tanto. En cierto modo, es un halago. Además, no estoy diciendo más que la verdad.

— ¡Voy a llamar a un criado para que le obligue a retirarse!

— ¡Pobre hombre! —ríe Yunho, realmente divertido—. No pon­ga en ese compromiso a nadie, ni quiera aparentar conmigo lo que no es. En su casa no hay criados.

— ¡Es el colmo! —se exaspera Jaejoong, abandonando el cuarto.

— ¡jaejoong! ¡Santo Jaejoong! ¡Escúcheme! —llama Yunho. Y al no hacerle caso éste, exclama riendo—: ¡Terrible cuñado!

—Jaejoong, hijo, ¿qué te pasa? ¿Te sientes mal? Estás de­mudado. ¿Por qué?

—Por nada, mamá. ¿Dónde está Karam? —indaga Jaejoong. Se ha sentado, ahogándose casi tan bruscamente late su cora­zón, tan apresuradamente corre por las venas su sangre, subien­do a su garganta en borbotón de ira incontenible.

—Ya te dije antes que había salido con unos amigos desde por la mañana.

— ¿Y dónde ha ido? —Apremia Jaejoong a su madre—. ¿Qué amigos son esos?

—Bueno, hijo, de los nombres no me acuerdo muy bien. Son muchachos de aquí, amigos de la infancia. Tu hermano ha reanudado algunas gratas amistades. Se aburre solo en es­te caserón y, naturalmente, entra y sale.

— ¡Mi hermano está comprometido para casarse con un hom­bre dignísimo!

—Ya lo sé; pero no creo que tenga nada de particular...

— ¡Nunca ves nada de particular en lo que Karam hace! Con tu excesiva indulgencia, fomentaste siempre todas sus locuras, todos sus caprichos —reprocha Jaejoong a su madre, sin poder disimular su indignación.

—Pero, hijito. ¿Por qué me hablas así? —se alarma Kim So Mi.

—No es el tono que debo emplear contigo, mamá. Lo sé demasiado —se suaviza Jaejoong, arrepentido de su arrebato—. Pero a veces no es una capaz de contenerse, y en este caso. Bueno, manda a buscar a Karam en seguida. Que le digan que yo lo llamo, que lo necesito, que venga —Observa que su madre vacila, e indaga: — ¿O es cierto que no hay en casa nin­gún criado? Respóndeme a eso, mamá.

—Está la muchacha que cocina, lava y plancha. Pero no se trata de eso. Lo que pasa.

—Lo que pasa es que no sabes dónde está; que, como siem­pre, Karam hace su capricho; que entra y sale sin que tú sepas a dónde va ni con quién anda. Y, sin embargo, lo has dado en compromiso, has permitido que un hombre como Changmin.

Jaejoong se ha mordido los labios furiosamente, hasta que el violento dolor lo hace reaccionar y calma el arrebato de có­lera que lo sacudió como una descarga, hasta que baja la cabeza juntando las manos, en aquel gesto con que se fuerza a la oración, mientras solícita, la madre pregunta:

—Hijito, ¿qué te ha pasado? ¿Por qué te has puesto así de repente?

—Nada, mamá —intenta disculparse Jaejoong —. Los nervios. Estoy fuera de mí. Esa es mi enfermedad.

— ¡Vaya, por Dios! La Priora me habló de tristeza y debili­dad, no de tus nervios. Pero, en fin, todo irá remediándose. En el fondo, creo que tienes razón, un poco de razón al menos. Tu hermano es caprichoso, alocado. No me obedece. Nos hace mucha falta tu pobre padre.

—De él también se burlaba —se queja con amargura Jaejoong —. De él y de todos; pero no va a burlarse de Changmin. Él prometió hacerlo feliz.

—Y lo hará. Claro que lo hará. Si el pobre muchacho está más enamorado. Cada día recibe tu hermano sus aten­ciones y sus regalos, y en cualquier momento lo verás por aquí.

— ¿Cómo? —Se alarma Jaejoong —. ¿No está en su finca de Campo Real?

—Está; pero ya se ha escapado dos veces en los diez días es­casos que lleva. No hay camino largo cuando se quiere tanto, y Changmin está loco por tu hermano. No hay más que mirarlo frente a él. Todo cambia: su expresión, su mirada. Él, a su modo, le quiere. El representa para él todo lo que necesita en la vida para triunfar, aparte de ser un buen mozo. Lo que yo deseo es que se casen cuanto antes y, una vez casado, ya verás cómo las cosas cambian. Sin contar con que en Campo Real no habrá muchos galanes para que tu hermano ejerza la coquetería.

—Me tema que la coquetería de Karam puede ejercitarse en cualquier parte y hasta con el hombre más repugnante. Lo creo capaz de mirar a un gañán, a un mendigo.

— ¡Calla! —Ordena So Mi visiblemente disgustada—. Ahora sí estás ofendiendo gratuitamente a tu pobre hermano. Pare­ce mentira, Jaejoong.

Desde fuera llega el ruido característico de un coche que se detiene, y un estallar de voces y risas juveniles.

—Creo que ahí está tu hermana —informa So Mi —. Ya verás qué contento se pone al encontrarte. Te quiere más que tú a él, Jaejoong.

— ¿Crees eso? —observa Jaejoong con un matiz de amargura en la voz.

—Me lo estabas demostrando con tus palabras de hace un momento. Él no te critica nunca, siempre está de tu parte. Fue el primero en tratar de convencemos, a tu padre y a mi, de que te dejáramos hacer tu gusto y tomar los hábitos. Te quiere más que tú a él. Mucho más.

— ¡Adiós! ¡Hasta mañana! No dejes de venir tútambién. — se oye la voz de Karam, despidiéndose alegremente.

— ¿Son esas sus amigos? —inquiere Jaejoong con mordacidad.

—Amigos vinieron a buscarlo —asegura So Mi —. Estaban en un grupo... Ahora han venido a dejarlo los muchachos. No creo que tenga nada de particular.

— ¡Qué ciega estás! Anda, adviértele que yo he llegado a casa.

* * *

— ¡Quieto!

— ¡0h...! —Se asusta Karam; pero en seguida susurra zala­mero—: ¡Yunho! Pero, Yunho...

—He dicho que quieto —insiste Yunho con energía. Bruscamente, sujetándolo por los hombros desde la espalda, obligándolo a echar hacia atrás la cabeza para beber con ansia la miel de sus labios, Yunho besa largamente a Karam, sorprendiéndolo en el momento en que iba a recostarse en la suave ha­maca de mallas de seda. Un instante saborea él también ávi­damente la caricia, para rechazar después, falsamente indignado:

— ¡Pirata, salvaje! ¿Qué manera de tratarme es esa? ¡Ay! ¡Suéltame! Y no levantes la voz. Pueden oírte desde la casa.

—No lo creo. Está muy lejos... Te fabricaste un buen rin­cón entre estos árboles. Pero es mejor mi cueva en la playa. Esta noche te espero allí.

— ¡Esta noche no puede ser! —niega Karam vivamente.

—Esta noche te espero, y esta noche irás.

—No sé si pueda...

—Podrás. Te estaré esperando. Ya verás qué fácil te es arre­glar las cosas cuando pienses que yo te estoy esperando allá aba­jo, y que si tardas...

—Ya lo sé. Te irás. —sentencia Karam en tono burlón.

—No. Vendré a buscarte, y te llevará aunque sea a rastras.

—No seas bárbaro. Es casi seguro que iré a la cueva esta noche.

—Es absolutamente seguro que irás. Mi barco sale de madrugada.

— ¿Hasta dónde? ¿Por qué no me lo dices? No voy a de­latarte.

—Perderías el tiempo. Las leyes son mallas muy burdas. Los peces vivos de mi calaña, que saben coletear, no quedan nunca entre esas redes.

— ¡Ah! ¿Luego es cierto que hay un misterio en tus viajes? ¿Hasta dónde va tu barco? Dímelo. Anda.

—Volveré dentro de seis semanas.

— ¿Seis semanas? ¡Es una enormidad!

—Tal vez cinco... ¿Me echarás de menos?

—Lloraré por ti todos los días. ¡Te lo juro, Yunho! No sé qué tienes. Me trastornas. A veces maldigo la hora en que te conocí, en que te escuché...

—Esta noche no la maldecirás. Te espero...

— ¡Iré, iré! Pero ahora escóndete, vete, alguien viene. Es mi hermano. ¡Vete, vete, por caridad! —suplica Karam, ner­vioso —. Si nos ve juntos, estoy perdido.

— ¿Perdido? ¿Por qué?

— ¡Vete, Yunho! —ordena más que ruega Karam, desesperadamente. De un brusco empujón le ha apartado, y corre al en­cuentro de Jaejoong.

— ¡Jaejoong, hermanito! —exclama Karam, sofocado, pero intentando ser jovial.

— ¿De dónde vienes? —indaga Jaejoong, severo.

— ¿De dónde he de venir? Del jardín... ¿No lo ves? ¿Por qué no te quitas los hábitos? No sé cómo los resistes con el ca­lor que está haciendo... ¿Por qué me miras de ese modo? ¿Qué te pasa?

Jaejoong ha apoyado las manos finas y nerviosas en los hombros de Karam para mirarlo lenta, fijamente, como penetrándole los pensamientos. Están a la entrada de aquellas últimas habitaciones del caserón de los Kim, y el corazón de Karam la­te apresurado, temiendo, como desde los días de su infancia, aquella mirada sagaz de su hermano mayor, al que su alma apenas puede ocultar secretos.

—No has contestado a mi pregunta, Karam. ¿De dónde vienes?

—Ya te dije que del jardín. ¿Qué más quieres que te diga? Si vas a empezar como antes, a regañarme apenas llegas...

—Yo no quería volver aquí. Otra voluntad más fuerte que la mía me obligó a hacerlo. Ahora pienso que tal vez fue un designio de la Providencia.

— ¡Ay, ay, ay! Ahora sí estoy aviado. En cuanto tú nombras la Providencia...

—No te hagas el inconsciente, porque no lo eres. Estás muy creado también para el papel de niño mimado.

—En definitiva, ¿qué es lo que quieres? —Se subleva Karam, presa de la ira—. A mí no me estorba qué estés aquí, si no te metes en mis cosas.                                      

—Tengo que meterme, Karam. Entre nosotros hay un pac­to, un pacto solemne. Juraste, Karam. Juraste con lágrimas en los ojos, y has de cumplir tu juramento.

—No estoy haciendo nada de particular.

— ¿De veras? Con la mano en el corazón, sinceramente, ¿crees estar cumpliendo tus deberes dé prometido de Changmin?

— ¡Ya salió Changmin!

—Tiene que salir, puesto que vas a casarte con él, puesto que prometiste hacerle dichoso.

—Que lo sea. Yo no le estoy haciendo nada. Pero ya ves. En diez días lo he visto dos veces. Eso, después de seis meses de ausencia, seis eternos meses metido en este caserón que es una tumba.

—Una tumba muy frecuentada. Llegaste con amigos, sa­les a todas horas, te vienen a buscar y te conocen por tu nom­bre tipos que...

— ¿Qué? ¿Qué estás diciendo? —ataja Karam francamente alarmado.

—Te oí hablar en el jardín. ¿Con quién?

—Con nadie.

— ¡No mientas! No mientas, porque es lo que más me su­bleva de ti. Entre esos árboles sonaba claramente la voz de un hombre, y a esta ventana vino a buscarte un hombre y te llamó de tu nombre. Un hombre inmundo, repugnante, insolente la especie de marinero...

— ¡Ah! El pobre Yunho... —comenta hipócrita y ladino Karam — ¿Hablaste con él? ¿Qué te dijo? Te advierto que no anda muy bien de la cabeza. Es un infeliz, pero…

— ¿Infeliz? ¿Loco? ¿Pobre? ¡Pero la forma en que habló de ti...!

— ¿Qué pudo decirte el muy canalla?

—No es lo que dijo, sino cómo lo dijo. Ya veo que le conoces. ¿Quién es ese hombre?

Karam ha sonreído, tranquilizándose totalmente, otra vez seguro de sí mismo, otra vez dispuesto a hacer de su cinismo el arma que nunca le falló, y sin dar valor a sus palabras, explica:

—Es un pescador. Tiene una barca y se va lejos. A veces trae muy buen pescado. Yo se lo compro, y en esta soledad, en este absoluto aburrimiento, he tenido la debilidad de hablar con él, sobre detalles de su oficio. Aquí no se guardan las distancias, no se vive con tanta etiqueta como en París o en Bur­deos. ¿No puedo interesarme en lo que hace un pescador? ¿No puedo ni siquiera hablar con las gentes? ¿Vas a convertirte en mi cancerbero? ¿Vas a hacerme la vida imposible por...?

— ¡Calla, Karam!

—Está bien. Nos callaremos los dos. Comprenderás que no voy a ser yo el que se calle siempre para que tú digas lo que te dé la gana. Si hablas tú, hablaré yo también, y le diré a Changmin.

—No dirás una sola palabra —exclama Jaejoong con violenta ira apenas contenida—. ¡No dirás nada a nadie! ¿Entiendes? Te olvidarás de lo que, por desgracia, sabes. Callarás para siempre, porque como te atrevas.

— ¡Jaejoong, me haces daño! ¡Ay! —se queja Karam.

—Dispénsame. No quise hacerte daño. No quiero tener que hacerte daño nunca, hermano. Pero hay un pacto entre los dos, y es preciso que lo respetes. En él me va más que la vida. ¿Entiendes? ¡Más que la vida!

—Mamá nos está llamando —indica Karam pues, en efecto, llega hasta ellas la voz de So Mi, llamándolos—. ¡Por favor, Jaejoong, no te pongas de esa manera! No tomes así las cosas. No pasa nada. No te van bien esos arrebatos con el traje que llevas. Todo lo tomas por la tremenda. No sabes vivir en el mundo, hermano.

— ¡Karam, hijito! ¡Aquí está Changmin! ¡Ven! —es la voz de la señora Kim que se va acercando en busca de su hijo.

—Changmin, Changmin ahora. ¿Oíste eso, Jaejoong? —indaga Karam en tono burlón—. Cálmate, serénate. Changmin siempre tuvo el don dé llegar a tiempo. ¿No te parece?

Jaejoong no responde. Inmóvil, apretados los labios, blancas las mejillas, parece repentinamente una estatua de cera bajo las tocas inmaculadas. Karam lo contempla un momento, sonríe for­zado, y sacude el brazo de su hermano con gesto afectuoso:

— Cálmate y ponle buena cara a Changmin. Va a tener una gran sorpresa al encontrarte aquí. Seguramente tiene mucho que charlar contigo, Jaejoong. Sé bueno y entretenlo. Ya sabes que el te aprecia. No seré egoísta y te lo prestaré un buen rato para que arreglen el mundo en teoría, como tienen por costumbre hacerlo. Y no te preocupes, que Changmin feliz y lo será mien­tras me quiera.

Junto a la alta ventana de la sala colonial, por donde penetran los últimos rayos dorados del sol que muere, Changmin estrecha las manos de Karam en el empeño pueril y enamorado de robarle un beso. Desde lejos, fingiendo un ir y venir oficioso. So Mi les observa complaciente. ¡Qué recatado y puro parece ahora la ardiente amante de Yunho! Otras son sus miradas, su sonrisa; otro su gesto, perfecta imitación de novio íntimo, enamorado, ingenuo...

— ¡Karam, mi amor, mi gloria, mi vida! —exclama Changmin, apasionado.

—Cálmate. No te acerques tanto. Mamá nos obser­va. —coquetea Karam, riendo—. Me asustas con esos arrebatos.

—Perdóname. Te adoro, Karam, ¡te adoro y no veo el momento en que por fin seas mi esposo!

—Para eso falta mucho tiempo.

—Sólo el que tú quieras. Por mi parte, todo está dispuesto. Mamá lo sabe ya. Está conforme, dichosa. Sólo espera el momento de conocerte, de darte su bendición y de fijar la fecha de la boda.                                            

— ¿Qué estás diciendo?

—Dulce madre mía. Ya te quiere, sólo con saber cómo te quiero yo. ¡Cómo he pensado en ti estos días, mi vida! ¡Có­mo he soñado con verte allí, en mi casa, entre esos campos que serán tu reino!

— ¡Pero, Changmin! — protesta Karam —. Me prometiste que no viviríamos allí.

—Bueno. Tenemos una vieja casa. Más adelante mandaré repararla; pero te aseguro que cuando veas Campo Real, nada te parecerá más grato, porque si el Paraíso estuvo en alguna parte de, es en ese valle al pie de las montañas, donde no es posible ya reunir más belleza: flores, paisaje y tú. Cuando tú estés, no será un paraíso terrenal, será el propio cielo...

— ¡Qué bonito hablas, Changmin! Claro que pierdes el tiem­po. Mamá lleva cinco minutos ausente y no me has dado un beso.

— ¡Mi vida!

Lo ha besado con ternura, con respeto, conteniendo sus ansias, sujetando la pasión que arde en sus venas, haciendo dulzura y rendimiento de aquella llamarada de deseo que provocan los labios sensuales, la piel aterciopelada, los ojos profundos, el perfume exuberante de flor tropical que emana de la carne de aquel hombre.

—Ahora, estate quieto. Jaejoong va a salir de un momento a otro.

— ¿Jaejoong? Es cierto, tu mamá me dijo que estaba en casa, que había salido por unas semanas del convento. Será muy grato saludarlo. Aunque no sé. De algún tiempo a es­ta parte, tu hermano me ha retirado toda su amistad, todo su afecto. A mamá no se lo dije, pero si vieras cómo me preocupa eso. Que recuerde, yo no le he hecho nada. Consciente­mente, al menos, yo.

— ¡Qué tontería! —Le interrumpe Karam —. Claro que no pa­sa nada. Eso forma parte de su vocación religiosa y del estado de sus nervios. Jaejoong se ha vuelto tan extraño. Está muy mal de salud. Delicado, nervioso, excitable. Por cualquier ton­tería hace una tragedia. En el propio convento no saben qué hacerse con él. Por eso se empeñaron en que saliera un par de meses. A veces me pregunto si no estará un poquito trastornado.

— ¿Qué dices? ¡Vaya una ocurrencia! Jaejoong es una criatura excepcionalmente inteligente, equilibrado, entero. Un hombre admirable por todos conceptos.

— ¿Te parece admirable? —dice Karam en tono burlón—. ¿Y por qué no te enamoraste de él?

— ¿De Jaejoong? —se asombra Changmin, divertido—. No sé. Cualquiera puede enamorarse de una criatura encantadora co­mo él lo es sin disputa, pero estabas tú y fue de tí de quien me enamoré, y es a ti a quien adoro, a quien querré siempre, definitivamente, ¡hasta el día de mi muerte!

—Dímelo otra vez, Changmin. Dímelo muchas veces. ¿Me que­rrás siempre, pase lo que pase? ¿Me quieres?

— ¡Te quiero, Karam! —Afirma Changmin, arrebatado de pa­sión—. ¡Te quiero tanto, tan total, tan profundamente, que si un día, lo que es locura pensar, claro está que si un día fueras indigno...!

— ¿Me perdonarías?

— ¡No, Karam! No podría perdonarte nunca una traición, pero tampoco podría dejarte vivir para que fueras de otro. ¡Te mataría, si! ¡Te mataría con estas mismas manos que té adoran, que tiemblan al estrechar las tuyas! ¡Te mataría, aunque con el dolor de matarte se acabara mi vida también!

Bruscamente, Karam se ha levantado, arrancando sus manos a las de Changmin. Junto a ellos, muy cerca, llegada bien a tiem­po a oír las últimas palabras, está Jaejoong, silencioso y sereno, no es sólo el sobresalto de su presencia lo que sacude a su bello hermano.

Lo es también el gesto fiero, la mirada ardiente que ha descubierto en el rostro de Changmin, la mueca casi feroz con que sus labios se distendieron. Pero la presencia de Jaejoong le transforma de manera absoluta. Ceremoniosamente ha puesto de pie para saludarlo, aguarda en vano a que su mano se extienda, y ante la inmovilidad, inclina la frente en un saludo que más tiene de cortés que de cariñoso:

—A sus pies, Jaejoong. ¡Cuánto gusto de verlo! ¿Cómo es­tá usted?

—Bien. ¿Y usted, Changmin? —corresponde Jaejoong en forma amable, pero fría.   

—En el mejor de los mundos, naturalmente —exclama Changmin con jovialidad — Tanto que, lo confieso, a veces me da miedo.  

— ¿Miedo de qué? Si alguien merece la dicha en el mundo, es usted.

—Le agradezco la afirmación. Con frecuencia pienso que la vida me ha dotado en demasía, y me atormenta la impaciencia de realizar las buenas obras, a que supongo estoy obligado para no, ser ingrato con mi destino feliz.

—Usted siempre procede noblemente, y hace dichosos a los que dependen de usted. No creo que tenga en realidad esa deuda que pretende...

—Pues yo sí creo, Jaejoong, y no sabe cómo me alegre de que la casualidad me permita contar con usted, algunas co­sas que deseo hacer y que considero muy urgentes.

— ¿Contar conmigo? No comprendo...

—Claro. No he perdido la mala costumbre que me repro­chó usted más de una vez. Empiezo a referir las cosas por el final. No puede comprenderme, puesto que no conoce el prin­cipio. Pero aquí llega la señora Kim. Por favor, doña So Mi. Acérquese. Hay una invitación para toda la fami­lia y quiero que toda ella me escuche. He venido por ustedes...

— ¿Cómo? ¿Para qué? —indaga la señora Kim.

—Para una visita al paraíso. Perdónenme la jactancia de llamar de esta manera a mis tierras de Campo Real. Necesito que preparen sus cosas y que salgamos para allá inmediatamente.

— ¿A Campo Real nosotros? —se asombra So Mi.

—Yo sé que lo más correcto sería que mi madre viniera primero, y que la invitación fuera hecha personalmente; pero con­fío,en que la excusen al saber que hace más de diez años no abandona la finca. Su salud es bastante delicada para no hacer­lo. Ella me ruega que la perdonen por no venir, por enviar solamente esta carta con su mejor emisario, que soy yo mismo. Es para usted, doña So Mi. ¿Quiere hacerme el favor de leerla?

—Sí, hijo, pero... —empieza a protestar So Mi.

—Creo que no hay ningún inconveniente para que vayas con Karam a Campo Real, mamá —interviene Jaejoong —. Yo, como es natural, volveré a mi convento, y al regreso...

—De ninguna manera, hijo. Saliste del convento porque tu salud es delicada. Justamente, tanto tu confesor como la abadesa me dijeron que seria magnifica para ti una temporada en el campo, y puesto que la mamá de Changmin nos invita a los tres.

—La señora no contaba conmigo —la interrumpe Jaejoong.

—Con usted se cuenta siempre para todo, Jaejoong —asegura Changmin —. Y si para que se convenza es preciso que mi madre haga ese viaje y venga personalmente a pedirle que nos acompañe un par de semanas en Campo Real, lo hará. Estoy seguro de ello. Además, déjeme decirle ahora el final, porque antes empecé. Cuento con su ayuda y sus consejos para remediar muchas cosas que no están a mi gusto allá en mis tierras.

— ¿Conmigo? Pero si yo... —comienza a protestar Jaejoong.

—Usted era en otro tiempo mi mejor amigo, Jaejoong. Voy a prescindir de sus hábitos, de la barrera de frialdad que se ha empeñado en alzar entre nosotros dos, para decirle, para decirte, Jaejoong, como en aquellos tiempos en que éramos como dos hermanos, como dos soñadores imaginando un mundo nuevo, mejor y más generoso. Como cuando soñábamos con ser reyes de un mundo de dicha, de bondad, en el que nadie sufriera, en el que todo fuera paz y justicia. Pues bien, Jaejoong, ese mundo lo tengo, es mío. Pero no es un mundo de bondad, de dulzura, ni siquiera de justicia. En la belleza de mi paraíso hay rincones oscuros, amargos; gentes tratadas cruelmente; ni­ños que necesitan de un porvenir mejor. Yo quiero remediar todo eso y te necesito a mi lado, como lo que fuiste en aque­llos años de adolescencia: mi guía, mi compañero, mi maestro muchas veces.

Jaejoong calla, inclinada la frente, temblorosos los labios, llenos los ojos de lágrimas que sólo con enorme es­fuerzo logra contener. Así, frente a frente, no se atreve a recha­zar las palabras de Changmin; le llegan demasiado profundamen­te, hay una dicha demasiado intensa en medio de su dolor profundo, al escucharle hablar de esa manera. No podrá negarle nada que él le pida así. Sabe que no podrá negárselo y, sin embargo, balbucea una última resistencia:

—Necesitaría el permiso de mis superiores.

—Hoy mismo lo tendremos —afirma Changmin, decidido—. Iré al convento, haré que mamá escriba a la Abadesa.

Jaejoong se ha serenado totalmente, como si de repente hubiese halado dentro de sí la fuerza que necesita, y clava en el rostro de Changmin su limpia mirada valerosa, al aceptar:

—Iré, Changmin. Iré con ustedes.

* * *

—Es un postre exquisito, ¿lo has hecho tú, Karam?

—Sí; claro, con una receta de Jaejoong, que ha aprendido a hacer maravillas en la repostería del convento, y ayudado un poquito también por mamá.

—Seguramente, tus manos le ponen algo angelical. – Changmin ha sonreído mirando a Karam que le devuelve la sonrisa con esfuerzo, tensos los nervios, fija toda su atención no en aquella mesa familiar, sobre cuyo mantel blanquísimo reful­gen los últimos restos de la vajilla de plata de los Kim, sino en el antiguo reloj cuyas manecillas avanzan implacables, cuya campana cantarina pregona la hora de una cita a la que no sabe cómo acudir. Son las ocho, y el ardiente corazón se le desboca pecho adentro. Son las ocho, y claramente su ima­ginación le muestra la recia figura varonil del hombre que en aquel momento salta sobre la playa y penetra, buscándo­lo hasta el fondo de la cueva, el mar que ruge, los brazos atléticos que pudieran estar estrechándolo, la arena blanca co­mo un áspero lecho perfumado de algas, y Yunho junto a él, con sus ojos de abismo, con sus besos de fuego, con su cuerpo macizo como el de un oso y ágil como el de un tigre, con su atractivo irresistible de tritón de fiera.

—Este postre es lo único especial que pudimos hacer para ti, hijo —explica So Mi, como excusándose—. Como no te esperábamos, y apenas nos diste tiempo.

—Fui hasta el centro buscando a un viejo amigo de mi pa­dre: el notario Yonh Hyung. Pero no tuve la suerte de hallarlo en su bufete. Cuando salga de aquí iré a su casa. Tengo empeño en hablar con él. Fue notario de mi familia durante muchos años. No sé por qué motivo se alejó de mi casa, pero quiero que vuelva a ella. Es un hombre bondadoso y honrado, mi pa­dre lo apreciaba enormemente.

El viejo reloj del comedor lanza al espacio el sonido vi­brante de sus campanadas, y Karam se alarma:

— ¡0h...!

— ¿Qué tienes, Karam? —indaga Changmin, solícito.

— ¡Uf! Nada. ¿Qué quieres que tenga? Calor, hace un calor terrible aquí adentro —se queja Karam.

— ¿Quieren que pasemos a la sala a tomar el café? —propone So Mi.

—No puedes entretener mucho a Changmin, mamá —reprende Karam echando una mirada al reloj—. Ya oíste que tiene que ver a ese señor.

—Hay tiempo. Después de hablar con él, tal vez empren­da el regreso a Campo Real esta misma noche —explica Changmin —, El camino es bueno. Gozamos de una luna espléndida, y estoy impaciente por decirle a mi madre el resultado satisfacto­rio de su invitación. Además, cuanto más pronto me vaya, más pronto vuelvo por ustedes. ¿Cuándo podrán estar listos? ¿El viernes? ¿El sábado?

—Yo creo que el viernes, ¿verdad, muchachos? —recaba So Mi.

—Yo estoy preparado en cualquier momento —asegura Jaejoong.

— ¿Y tú? —Pregunta Changmin a su novio; pero al no recibir contestación de éste, insiste—: Karam... ¿no me oyes?

— ¡0h!, sí, sí, naturalmente. ¿Qué decías? —exclama Karam, vacilando y como saliendo de un letargo.

—Changmin hablaba de volver por nosotros el viernes, pero tú estás como en las nubes. —explica Jaejoong, con un velado reproche en la voz.

—Es que estoy asfixiándome de calor. ¿Cuándo acaban de traer ese café?

—En cualquier parte es igual —acepta Changmin —. Lo tomaremos aquí mismo, ya que lo trajeron, y abreviaré la sobreme­sa, aunque no conozco nada más difícil que irse de esta casa.

Ha vuelto a sonreír mirando Karam, cuya sonrisa es aho­ra casi una mueca. No puede más, está desesperado, y al mis­mo tiempo tiembla, teme, recuerda la amenaza de Yunho: ir por él si no acude a la cita.

En la puerta, dos personas miran marchar a Changmin. Luego, Jaejoong se aparta dejándose caer, como sin fuerzas, sobre un sillón de mimbre, mientras la señora Kim entorna suavemente el postigo buscando con la vista a su hijo menor, y le pregunta a Jaejoong:

—Dónde fue tu hermano?

—No sé. Tenía calor, al jardín seguramente.

—Qué encantador es Changmin, ¿verdad?

Jaejoong no contesta; baja la cabeza como si hundiese sus pensamientos en el agitado mar de su alma en tormento. La señora Kim entra lentamente a su alcoba, mientras cruzando la casa, llena de impaciencia, irrumpe Karam en la habita­ción de su hermano. Sobre una silla está el manto negro con que, para salir cubre su hábito Jaejoong. Sin dete­nerse se apodera de él y sigue su camino cada vez más de prisa. Al llegar al jardín se envuelve de pies a cabeza en la oscura tela, y como una sombra se desliza hacia los árboles, hundién­dose en ellos rumbo al camino de la playa.

—Jaejoong. ¡Qué raro! ¡Qué extraño que salga así! Qué raro es todo en él Changmin piensa en voz alta, a fuerza de descon­cierto, de sorpresa. Está de pie, a cincuenta metros escasos de la casa de los Kim, cuyas blancas paredes ilumina con su luz clarísima la luna llena. Se ha detenido en aquella esquina, por la que debe doblar perdiendo de vista la vetusta residencia. Se ha detenido con ese impulso irresistible de los enamorados, de mirar una vez más, aunque sólo sean las paredes del sitio en que vive el objeto de su amor. Se ha detenido ansiosamente, esperando ver la figura de Karam recortarse tras las rejas de la ventana, pero nadie hay en la ventana ni en la puerta. Sólo ha visto cruzar a una sombra. Se siente extrañamente inquieto. Paso a paso ha vuelto a la casa y da una vuelta en torno a la misma. Hay luz en dos habitaciones. Dos de las tres personas que habitan esa casa están despiertas, piensa Changmin. Como si co­metiese un sacrilegio, penetra en el jardín de sombras.

Ha llegado al centro de aquel macizo de árboles espesos, donde una hamaca cuelga de dos troncos. Ahora, la luna, fil­trándose entre las ramas, pone cuchillos de plata sobre la malla de seda y cabrilleos de estrellas en las aguas del arroyo cercano. Muy despacio se inclina a recoger del suelo un pañuelo perfu­mado de lilas, un espejo que quedó abandonado junto a la ha­maca. Reconoce ese espejo. Es el juguete preferido de Karam, lo ha visto entre sus manos cien veces, lo ha visto reflejar su belleza, como ahora, cual terso lago diminuto refleja las estre­llas, y con una ternura que invade su voz, susurra:

—Karam... mi vida...

Ha besado el cristal helado, aquél que reflejara tantas ve­ces la boca breve, dulce, cálida, fuente de vida para él. Luego, baja la frente. Ha sentido una súbita vergüenza. Está allí casi como un ladrón. Inquieto, mira hacia la casa. De las dos ventanas iluminadas, una se apagó ya. La otra sigue brillando con luz amarillenta.

—Karam. Tú no duermes, ¿verdad? ¿Piensas en mí, sueñas despierto? ¿Lees? ¿Rezas? ¿Acaso esperas con ansia, como yo, el día de mañana para verme de nuevo?

Suavemente desliza el espejo en sus bolsillos, y se aleja con paso rápido.

2 comentarios: