Capítulo 9
El gran salón de la casa solariega danzaba con la luz de las
chimeneas. Los favoritos entre los siervos estaban allí, jugando a los naipes,
a los dados o al ajedrez, limpiando sus armas o descansando, simplemente. Jaejoong
y Taecyeon se habían sentado a solas en el extremo opuesto.
— Toca esa canción, Taecyeon, por favor — rogó Jaejoong —. Sabes
que no Sirvo para la música. Te lo dije esta mañana y prometí jugar al ajedrez
contigo.
— ¿Quieres que toque una canción tan larga como tus ausencias? — Él
pulsó dos acordes en el laúd panzón. — Ya está — bromeó.
— No es culpa mía que te dejes derrotar tan pronto. Usas los
peones sólo para atacar y no te proteges del ataque ajeno.
Taecyeon lo miró fijamente, boquiabierto. Después se echó a reír.
— ¿Eso es una muestra de sabiduría o un insulto desembozado?
— Taecyeon — comenzó Jaejoong — sabes exactamente lo que quiero
decir. Me gustaría que tocaras para mí.
El cuñado le sonrió. La luz del fuego arrancaba destellos a su
pelo; el vestido de lana destacaba su cuerpo tentador. Pero no era su belleza
lo que amenazaba enloquecerlo.
La belleza existía hasta entre los siervos. No; era la misma Jaejoong.
Taecyeon nunca había conocido a un chico que tuviera tanta
honestidad, tanta lógica, tanta inteligencia... Él sonrió; si Jaejoong hubiera sido
otro hombre, él no habría corrido tanto peligro de enamorarse desesperadamente.
Era preciso alejarse de aquel muchacho cuanto antes, aunque su pierna estuviera
curada sólo a medias.
Taecyeon echó un vistazo sobre la cabeza de Jaejoong y vio que Yunho
se apoyaba contra el marco de la puerta para observar el perfil de su esposo.
— Ven, Yunho — llamó — ven a tocar para tu esposo. La pierna me
duele demasiado y no disfruto de estas cosas. He tratado de dar algunas
lecciones a Jaejoong, pero no le aprovechan.
Le chisporrotearon los ojos al mirar a su cuñado, pero Jaejoong
permanecía quieto, con la vista fija en las manos cruzadas en su regazo.
Yunho se adelantó.
— Me alegra saber de algo que mi esposo no haga a la perfección — rió
—. ¿Sabes que hoy ha hecho limpiar el estanque de los peces? Dicen que en el
fondo apareció un castillo.
Pero se interrumpió, porque Jaejoong se había puesto de pie,
diciendo con voz serena:
— Disculpadme, pero estoy más cansado de lo que pensaba y deseo
retirarme.
Sin una palabra más, salió del salón.
Yunho, perdida la sonrisa, cayó en una silla acolchada.
Su hermano lo miraba con simpatía.
— Mañana tengo que regresar a mi propia finca.
Yunho no dio señales de haber oído. Taecyeon hizo una señal a uno
de los Sirvientes para que lo ayudara a llegar hasta su alcoba.
Jaejoong contempló la alcoba con ojos nuevos. Ya no era sólo de
Jaejoong. Ahora que su esposo había vuelto a casa, tenía el derecho de
compartirla. Compartir la habitación, compartir la cama, compartir el cuerpo.
Se desvistió deprisa para meterse entre las sábanas. Algo antes, había
despedido a sus doncellas, pues quería estar a solas. Si bien las actividades
del día la habían cansado, clavó en el dosel los ojos muy abiertos. Al cabo de
un rato oyó pasos ante la puerta.
Contuvo el aliento durante unos instantes, pero los pasos se
retiraron, titubeantes. Era un alivio, por supuesto, pero ese alivio no
calentaba la cama fría. Yunho no tenía por qué desearlo, se dijo, con los ojos
llenos de lágrimas. Sin duda, había pasado la última semana con su amada Yoon
Ji. Su pasión estaría completamente agotada. No necesitaba a su esposo.
Pese a sus pensamientos, la fatiga de la larga jornada acabó por
hacerlo dormir.
Despertó muy temprano, cuando aún estaba oscuro; por las ventanas
sólo entraba un leve rastro de luz. Todo el castillo dormía, y ese silencio le
resultó placentero. Ya no podría volver a dormir ni tenía deseos de hacerlo.
Esas oscuras horas de la mañana eran su momento favorito.
Se vistió con rapidez, con un sencillo vestido de lana azul. Sus
zapatillas de suave cuero no hicieron ruido en los peldaños de madera, ni al
caminar por entre los hombres que dormían en el gran salón. Fuera, la luz era
gris, pero no tardó en adaptar los ojos. Junto a la casa solariega había un
pequeño jardín amurallado: una de las primeras cosas que
Jaejoong había visto en su nuevo hogar y una de las últimas a las
que podría dedicar su atención. Había allí varias hileras de rosales, con gran
variedad de color, pero los capullos estaban casi ocultos bajo los tallos,
marchitos por el largo descuido.
La fragancia de las flores en el frescor de la mañana era embriagadora.
Jaejoong, sonriente, se inclinó hacia uno de los arbustos. Las otras tareas
habían sido necesarias, pero la poda de los rosales era un trabajo por amor.
— Pertenecían a mi madre.
Jaejoong ahogó una exclamación ante aquella voz tan cercana. No
había oído ruido de pasos.
— Por doquiera que iba recogía esquejes de rosales ajenos — continuó
Yunho mientras se arrodillaba junto a él para tocar un pimpollo.
El momento y el lugar parecían sobrenaturales. Casi consiguió
olvidar que lo odiaba. Volvió a su poda.
— ¿Tu madre murió cuando eras pequeño? — Preguntó en voz baja.
— Sí. Demasiado pequeño. Changmin apenas la conoció.
— ¿Y tu padre no volvió a casarse?
— Pasó el resto de su vida llorándola. El poco tiempo que le
quedaba; murió tres años después. Por entonces yo tenía diecinueve.
Jaejoong nunca lo había oído hablar con tanta tristeza. En verdad,
pocas veces le había llegado su voz sin tono de furia.
— Eras muy joven para hacerte cargo de las fincas de tu padre.
— Tenía un año menos de los que tienes tú ahora. Y tú pareces
saber perfectamente cómo administrar esta propiedad. Mucho mejor de lo que yo
lo hice entonces o lo he hecho hasta ahora.
Había admiración en su voz, pero también cierto tono ofendido.
— Es que a mí me han preparado para este trabajo — aclaró Jaejoong
apresuradamente —. A ti se te dio adiestramiento de caballero. Ha de haberte
resultado difícil cambiar.
— Me dijeron que a ti se te había preparado para la Iglesia — observó
él, sorprendido.
— Sí — confirmó Jaejoong, mientras pasaba a otro rosal —. Mi madre
no quería para mí la vida que ella había llevado. Pasó su infancia en un
convento, donde fue muy feliz. Sólo al casarse...
Jaejoong se interrumpió por no terminar la frase.
— No comprendo cómo la vida del convento puede haberte preparado para
lo que has hecho aquí. Por el contrario, deberías haber pasado los días
rezando.
Jaejoong le sonrió. El cielo ya comenzaba a tomar un tono rosado.
A lo lejos se oía el ruido que hacían los Sirvientes.
— En su mayoría, los hombres piensan que nada peor puede ocurrirle
a un chico como yo o mujer que verse sin
la compañía de un hombre. Te aseguro que la vida de monja dista mucho de ser
vacua. Fíjate en el convento. ¿Quién crees que administra esas tierras?
— Nunca se me ha ocurrido preguntármelo.
— La abadesa. Administra heredades junto a las cuales las del rey
son poca cosa. Las tuyas y las mías, juntas, cabrían en un rincón. El año
pasado mi madre me llevó a visitar a la abadesa. Pasé una semana a su lado. Es
una mujer muy ocupada, que dirige el trabajo de Changmin de hombres y decide
qué hacer con hectáreas enteras — los ojos de Jaejoong chispearon —. No tiene
tiempo para labores femeninas.
Yunho dio un pequeño respingo, pero luego se echó a reír.
— Buena estocada. — ¿Qué había dicho Taecyeon sobre el sentido del
humor de Jaejoong? — Acepto la corrección.
— Pensé que sabrías más de conventos, puesto que tu hermana es
monja.
A la cara de Yunho subió un resplandor especial ante la mención de
su hermana.
— No imagino a Ji Hye administrando ninguna heredad. Aun de niña
era tan dulce y tímida que parecía de otro mundo.
— Por eso le permitiste ingresar en el convento.
— Fue su voluntad; cuando yo heredé las propiedades de mi padre,
ella nos dejó. Yo hubiera preferido que ella permaneciera en casa, aun sin
casarse, si no lo deseaba; pero ella quería estar cerca de las hermanas.
Yunho miró fijamente a su esposo, pensando que él había estado muy
cerca de pasarse la vida en un convento.
El sol prendió fuego a su pelo. Al mirarlo así, sin enfado ni
odio, lo dejaba sin aliento.
— ¡Oh! — Jaejoong rompió el hechizo al mirarse el dedo, pinchado
por una espina de rosa.
Déjame ver.
Yunho le tomó la mano. Limpió una gota de sangre de la yema del
dedo y se la llevó a los labios, mirándolo a los ojos.
— ¡Buenos días!
Los dos levantaron la vista hacia la ventana.
— Lamento interrumpir la escena de amor — anunció Taecyeon desde
la casa — pero parece que mis hombres me han olvidado. Y con esta maldita
pierna estoy convertido casi en un prisionero.
Jaejoong retiró la mano de entre las de Yunho y apartó la vista,
ruborizado.
— Iré a ayudarlo — dijo Yunho, levantándose —. Dice Taecyeon que
se marcha hoy. Tal vez pueda ponerlo en camino. ¿Me acompañarás a elegir tu
yegua esta mañana?
Jaejoong asintió con la cabeza, pero no volvió a mirarlo.
— Veo que estás haciendo progresos con tu esposo — dijo Taecyeon,
mientras Yunho lo ayudaba bruscamente a bajar la escalera.
— Y habría progresado más si cierta persona no se hubiera puesto a
gritar desde la ventana — comentó Yunho, amargo.
Taecyeon resopló riendo. Le dolía la pierna y no le gustaba la
perspectiva de hacer un largo viaje hasta otra finca, de modo que estaba de
malhumor.
— Ni siquiera has pasado la noche con él.
— ¿Y eso qué te importa? ¿Desde cuándo averiguas dónde duermo?
— Desde que conozco a Jaejoong.
— Mira, Taecyeon, si te...
— No se te ocurra decirlo. ¿Por qué piensas que me voy con la
pierna a medio curar?
Yunho sonrió.
— Es encantador, ¿verdad? Dentro de pocos días lo tendré comiendo
de mi mano. Entonces verás dónde duermo.
Taecyeon se detuvo en medio de la escalera, con un brazo cruzado
sobre los hombros de Yunho.
— Eres un tonto, hermano. Tal vez el peor de todos los tontos.
— Estás diciendo sandeces — afirmó Yunho —. Y no me gusta que me
traten de tonto.
Taecyeon apretó los dientes, pues Yunho había dado una sacudida a
su pierna.
— Jaejoong vale por dos como tú y por cien como esa bruja de hielo
a quien crees amar.
Yunho se detuvo al pie de la escalera y, con una mirada malévola,
se apartó tan deprisa que Taecyeon tuvo que apoyarse contra la pared para no
caer.
— ¡No vuelvas a mencionar a Yoon Ji! — Advirtió el mayor con voz
mortífera.
— ¡Hablaré de ella cuanto se me antoje! Alguien tiene que hacerlo.
Te está arruinando la vida y echando por tierra la felicidad de Jaejoong. Y Yoon
Ji no vale un solo cabello de tu esposo.
Yunho levantó el puño, pero lo dejó caer.
— Me alegro de que te vayas hoy. No quiero oírte decir una palabra
más sobre mis parejas.
Giró sobre sus talones y se alejó a grandes pasos.
— ¡Tus parejas! — Le gritó Taecyeon —. Una es dueña de tu alma y
el otro te trata con desprecio. ¿Cómo puedes decir que son tuyos?
* * *
Había diez caballos dentro del cercado. Cada uno de ellos era
lustroso y fuerte; sus largas patas inspiraban visiones de animales al galope
por campos floridos.
— ¿Debo elegir uno, mi señor? — Preguntó Jaejoong, inclinado sobre
la cerca.
Levantó la vista hacia Yunho, observándolo con suspicacia. Durante
toda la mañana él se había mostrado excepcionalmente simpático: primero, en el
jardín; ahora, ofreciéndole un regalo. Lo había ayudado a montar y hasta lo
tornó del brazo cuando Jaejoong, en un gesto muy poco señorial, trepó a la
cerca. Jaejoong podía comprender su irritación y sus expresiones ceñudas, pero
esa nueva amabilidad le inspiraba desconfianza.
–El que gustes–respondió Yunho, sonriente–. Todos han sido domados
y están listos para la brida y la silla. ¿Ves alguno que te guste?
Jaejoong observó los animales.
–No hay uno solo que no me guste. No es fácil escoger. Creo que
aquel, el negro.
Yunho sonrió ante su elección: era una yegua de paso alto y
elegante.
–Es tuya–dijo.
Antes de que Yunho pudiera ayudarlo, Jaejoong echó pie a tierra y cruzó el portón. Pocos minutos después,
el palafrenero de Yunho tenía a la yegua ensillada y a Jaejoong sobre ella.
Era estupendo volver a cabalgar. A su derecha se extendía la ruta
hacia el castillo; a la izquierda, el denso bosque, coto de caza de los Jung.
Sin pensarlo, Jaejoong tomó el camino hacia el bosque. Llevaba demasiado tiempo
encerrado entre murallas y apiñado con otras personas. Los grandes robles, las
hayas, le parecieron incitantes, las ramas se entrecruzaban arriba, formando un
refugio individual. No se volvió a ver si lo seguían; se limitó a lanzarse en
línea recta hacia la libertad.
Galopaba para probarse y probar a la yegua. Eran tan compatibles
como esperaba. El animal disfrutaba tanto con aquella carrera como él mismo.
–Tranquila ahora, bonita mía–susurró cuando estuvieron bien dentro
del bosque.
La yegua obedeció, escogiendo el camino entre árboles y matas. La
tierra estaba cubierta de helechos y follaje seco acumulado en cientos de años.
Era una suave y silenciosa alfombra. Jaejoong aspiró profundamente el aire
limpio y fresco, dejando que su cabalgadura eligiera el rumbo.
Un ruido de agua corriente le llamó la atención, y también a la
yegua. Por entre los árboles corría un arroyo profundo y fresco que hacía
bailar los reflejos del sol entre las ramas colgantes. Jaejoong desmontó y
condujo a su yegua hasta el agua. Mientras el animal bebía tranquilamente, Jaejoong
arrancó unos puñados de hierba para frotarle los costados. Habían galopado
varios minutos antes de llegar al bosque, y la yegua estaba sudada.
Mientras se dedicaba a esa agradable tarea, disfrutó del día, del
agua y de su caballo. El animal irguió las orejas, alerta, y retrocedió con
nerviosismo.
–Quieta, muchacha–ordenó Jaejoong, acariciándole el suave cuello.
La yegua dio otro paso atrás, esa vez con más ímpetu, y relinchó.
Jaejoong giró en redondo, tratando de tomar las riendas, pero no las encontró.
Se acercaba un cerdo salvaje, olfateando el aire. Estaba herido y
sus ojillos parecían vidriados por el dolor. Jaejoong trató nuevamente de tomar
las riendas de su caballo, pero el cerdo inició el ataque. La yegua,
enloquecida por el miedo, partió al galope. Jaejoong se recogió las faldas y
echó a correr, pero el cerdo era más veloz que él. Mientras corría saltó hacia
una rama baja y trató de izarse. Fortalecido por toda una vida de trabajo y
ejercicio, balanceó las piernas hasta alcanzar otra rama, en el momento en que el
cerdo salvaje llegaba hasta él. No fue fácil mantenerse en el árbol, a causa
del ataque repetido del animal, que sacudía el tronco.
Por fin, Jaejoong pudo erguirse en la rama más baja, asida a otra
que pasaba por encima de su cabeza. Al mirar hacia abajo se dio cuenta de que
estaba a mucha distancia del suelo. Clavó la vista en el cerdo, con ciego
terror; sus nudillos se habían puesto blancos por la fuerza con que se aferraba
de la rama alta.
–Tenemos que diseminarnos–ordenó Yunho a Won Bin, su segundo–.
Somos demasiado pocos para dividimos en parejas, y él no puede estar muy lejos.
Yunho trataba de mantener la voz en calma. Estaba furioso con su
esposo por alejarse al galope, a lomos de un animal desconocido, en un bosque
que le era extraño. Yunho lo había seguido con la vista, esperando que Jaejoong
regresara al llegar a las lindes del bosque. Tardó un momento en comprender que
Jaejoong iba a internarse en él.
Y ahora no podía encontrarlo. Era como si se hubiera desvanecido,
tragado por los árboles.
–Won Bin, tú irás hacia el norte, rodeando los árboles. Tú, Odo,
por el sur. Yo buscaré en el centro.
En el interior del bosque todo era silencio. Yunho escuchó con
atención, tratando de percibir alguna señal de su esposo. Había pasado allí
gran parte de su vida y conocía el bosque centímetro a centímetro. Sabía que la
yegua se encaminaría, casi con seguridad, al arroyo que corría por el centro.
Llamó varias veces a Jaejoong, pero no hubo respuesta.
De pronto, su potro irguió las orejas.
– ¿Qué pasa, muchacho?–Preguntó Yunho, alertado.
El caballo dio un paso atrás, con las fosas nasales dilatadas.
Estaba adiestrado para la cacería. Yunho reconoció la señal.
–Ahora no–dijo–. Más tarde buscaremos la presa.
El caballo parecía no comprender, pero tiró de las riendas. Yunho
frunció el ceño, pero le dio riendas. En ese momento, oyó el ruido del cerdo
que atacaba la base del árbol. Un instante después lo vio. Iba a conducir a su
cabalgadura dando un rodeo, pero su vista distinguió algo azul en el árbol.
– ¡Por Dios!–Susurró al caer en la cuenta de que Jaejoong estaba
inmovilizado en el árbol–. ¡Jaejoong!–No obtuvo respuesta. –En un momento
estarás a salvo.
El caballo bajó la cabeza, preparándose para el ataque, mientras Yunho
desenvainaba la espada que llevaba al costado de la silla. El potro, bien
adiestrado, corrió hasta pasar muy cerca del cerdo. Yunho se inclinó desde la
silla, sujetándose con sus fuertes muslos, y clavó el arma en la columna del
animal. El cerdo dio un chillido y pataleó antes de morir.
Yunho saltó apresuradamente de la montura para recuperar el arma.
Cuando levantó la vista hacia Jaejoong, el puro terror de su cara lo dejó
atónito.
–Ya no hay peligro, Jaejoong. El cerdo ha muerto. Ya no puede
hacerte daño.
Tal terror parecía estar fuera de proporción con el peligro,
puesto que Jaejoong estaba relativamente a salvo en la copa del árbol. Jaejoong
se mantuvo mudo, con la vista clavada en tierra y el cuerpo rígido como una
lanza de hierro.
– ¡Jaejoong!–Exclamó él con aspereza–. ¿Estás herido?
Aun entonces, Jaejoong no respondió ni dio señales de verlo. Yunho
le alargó los brazos, apuntando.
–Bastará con un pequeño salto. Suelta la rama de arriba y yo te
recibiré.
Jaejoong seguía sin moverse.
Yunho echó un vistazo desconcertado al cerdo muerto y volvió a
observar la cara espantada de su esposo. Lo asustaba algo que no era el cerdo.
–Jaejoong...–habló en voz baja, poniéndose en la línea de aquella
mirada vacua–. ¿Es la altura lo que te da miedo?
No podía estar seguro, pero tuvo la impresión de que Jaejoong movía
la cabeza en un levísimo gesto de asentimiento.
Yunho se balanceó desde la rama baja para instalarse fácilmente a
su lado. Le rodeó la cintura con un brazo, sin que Jaejoong diera señales de
verlo.
–Escúchame –dijo Yunho en voz baja y serena–: voy a tomarte de las
manos para bajarte a tierra. Tienes que confiar en mí. No tengas miedo.
Fue preciso soltarle las manos; Jaejoong se aferró a sus muñecas,
preso del pánico. Yunho buscó apoyo en una rama y lo bajó al suelo.
En cuanto los pies de Jaejoong hubieron tocado tierra, Yunho bajó
de un salto y lo tomó en sus brazos. Jaejoong se aferró a Yunho con
desesperación, temblando.
–Bueno, bueno–susurró Yunho, acariciándole la cabeza–, ahora estás
a salvo.
Pero Jaejoong no dejaba de temblar, y Yunho sintió que le cedían
las rodillas. Lo alzó en brazos para llevarlo hasta un tronco de árbol; allí se
sentó, lo colocó en el regazo, como si fuera un bebe. Aunque tenía poca
experiencia, exceptuando la amorosa, y ninguna con niños, era obvio que el
miedo de Jaejoong era extraordinario.
Lo estrechó con fuerza, con tanta fuerza como pudo sin sofocarlo.
Le apartó el pelo de la mejilla sudorosa y acalorada, lo meció. Si alguien le
hubiera dicho que alguien podía aterrorizarse tanto por estar a un par de
metros del suelo, se habría reído. Pero ahora no le parecía nada divertido. El
miedo de Jaejoong era muy real y lo apenaba que él pudiera sufrir tanto. El
corazón le palpitaba como si fuera un pájaro. Yunho comprendió que tenía que
inspirarle una sensación de seguridad. Entonces comenzó a cantar en voz baja,
sin prestar mucha atención a la letra, con voz densa y sedante. Cantó una
canción de amor que hablaba de un hombre que, al retornar de las Cruzadas,
encontraba a su gran amor esperándolo.
Poco a poco sintió que Jaejoong se relajaba contra él; los
horribles temblores iban cediendo y sus manos dejaban de aferrarlo. Aún
entonces, Yunho no lo soltó. Sin dejar de tararear la melodía, sonrió y le besó
la sien. La respiración de Jaejoong se fue normalizando hasta que él levantó la
cabeza de su hombro. Trató de apartarse, pero Yunho lo retuvo con firmeza. Esa
necesidad que Jaejoong tenía de su protección lo tranquilizaba de un modo
extraño, aunque hubiera dicho que no le gustaban las personas dependientes.
–Dirás que soy un tonto –murmuró Jaejoong.
Yunho no respondió.
–No me gustan las alturas–continuó Jaejoong.
Yunho sonrió, estrechándolo.
–Ya me he dado cuenta–rió–, aunque “no me gustan” es poco decir.
¿Por qué te inspiran tanto miedo los lugares altos?
Ahora reía, feliz de verlo repuesta. Le sorprendió que Jaejoong se
pusiera rígido.
– ¿Qué he dicho? No te enfades.
–No me enfado–aseguró Jaejoong con tristeza, relajándose a gusto
en sus brazos–. Pero no me gusta pensar en mi padre. Eso es todo.
Yunho lo obligó a apoyar otra vez la cabeza en su hombro.
–Cuéntame–pidió con seriedad.
Jaejoong guardó silencio por un momento. Cuando habló, lo hizo en
voz tan baja que apenas fue posible escucharlo.
–En realidad, es poco lo que recuerdo. Sólo perdura el miedo. Mis
doncellas me lo contaron varios años después. Cuando tenía tres años, algo
perturbó mi sueño. Salí de mi cuarto para ir al gran salón, lleno de luces y
música. Allí estaba mi padre, con sus amigos; todos bastante borrachos.
Su voz era fría, como si estuviera contando una anécdota ajena.
–Al verme, mi padre pareció idear una gran broma. Pidió una
escalera y subió por ella, conmigo bajo el brazo, para sentarme en un alto antepecho
de ventana, a buena altura. Tal como te he dicho, de esto no recuerdo nada. Mi
padre y sus amigos se quedaron dormidos; por la mañana mis doncellas tuvieron
que buscarme. Pasó mucho tiempo antes de que me encontraran, aunque debí de
oírles llamar. Al parecer estaba tan asustado que no podía hablar.
Yunho le acarició la cabellera y volvió a mecerlo. Le revolvía el
estómago pensar que un hombre pudiera poner a una criatura de tres años a seis
metros por encima del suelo para dejarla allí toda la noche. Lo aferró por los
hombros y lo apartó de si.
–Pero ahora estás a salvo. Ya ves que el suelo está muy cerca.
Jaejoong le dedicó una sonrisa vacilante.
–Has sido muy bueno conmigo. Gracias.
Aquel agradecimiento no fue grato para Yunho. Le entristecía pensar
que Jaejoong hubiera sido tan maltratado en su corta vida, puesto que el
consuelo de su esposo le parecía un don del cielo.
–No has visto mis bosques. ¿Qué te parece si pasamos un rato aquí?
–Pero hay trabajo que...
–Eres un demonio para el trabajo. ¿Nunca te diviertes?
–No estoy seguro de saber cómo hacerlo–respondió Jaejoong con
franqueza.
–Bueno, hoy aprenderás. Hoy será un día para recoger flores
silvestres y ver cómo se aparean los pájaros.
Lo miró agitando las cejas y Jaejoong emitió una risita muy poco
habitual en él. Yunho quedó encantado. Los ojos de Jaejoong eran cálidos; sus
labios, dulcemente curvos; su belleza resultaba embriagadora.
–Ven, pues–le dijo, poniéndolo de pie–. Aquí cerca hay una ladera
cubierta de flores, donde viven algunos pájaros extraordinarios.
Cuando los pies de Jaejoong tocaron el suelo, el tobillo izquierdo
no lo sostuvo. Jaejoong se apoyó en el brazo de Yunho.
–Te has hecho daño–observó Yunho, arrodillándose para revisarle el
tobillo. Notó que Jaejoong se mordía los labios–. Lo sumergiremos en agua fría
del arroyo para que no se hinche.
Y lo alzó en brazos.
–Si me ayudas, puedo caminar.
– ¿Y perder mi condición de caballero? Como sabes, se nos enseñan
las normas del amor cortesano, que son muy severas. Es preciso llevarte en
brazos cuando quiera que sea posible.
– ¿Soy sólo un medio de acrecentar tu condición de
caballero?–Preguntó Jaejoong, muy serio.
–Desde luego, puesto que eres una carga muy pesada. Debes de pesar
tanto como mi caballo.
– ¡No es así!–Protestó Jaejoong con vehemencia. Entonces vio que
le chispeaban los ojos–. ¡Estás bromeando!
– ¿No te he dicho que este día sería para la diversión?
Jaejoong sonrió, apoyándose contra su hombro. Resultaba agradable
que lo estrechara así.
Yunho lo depositó en el borde del arroyo y le quitó cuidadosamente
el zapato.
–Es preciso sacar la media–exigió.
Observó con placer los movimientos de Jaejoong, que recogía sus
largas faldas para descubrir la parte alta de la media, atada por encima de la
rodilla con una liga.
–Si necesitas ayuda...–se ofreció, lascivo, mientras Jaejoong enrollaba
hacia abajo la prenda de seda.
Jaejoong se dejó lavar el pie con agua fría. ¿Quién era aquel
hombre que lo tocaba con tanta suavidad? No podía ser el mismo que lo había
abofeteado, el que se había pavoneado ante él con su amante, el que lo había
violado en la noche nupcial.
–No parece estar muy mal–observó Yunho, mirándolo.
–No, en efecto–confirmó Jaejoong en voz baja.
Una súbita brisa le cruzó un mechón de pelo contra los ojos. Yunho
se lo apartó con suavidad.
– ¿Te gustaría que hiciera una gran fogata para asar ese
detestable cerdo?
Jaejoong le sonrió.
–Me gustaría.
Yunho volvió a alzarlo y lo arrojó en el aire, juguetón. Jaejoong
se aferró a su cuello, asustado.
–Tal vez llegue a gustarme este miedo tuyo–rió el marido,
estrechándolo contra sí.
Lo llevó a la otra orilla del arroyo y hasta una colina cubierta
de flores silvestres. Allí encendió una fogata bajo un saliente rocoso. A los
pocos minutos volvió con un trozo del cerdo salvaje, ya aderezado, y lo puso a
asar. No permitió que Jaejoong prestara ayuda alguna. Mientras la carne se
asaba, volvió a alejarse para volver minutos después con el tabardo recogido a
la altura de las caderas, como si trajera algo.
–Cierra los ojos–dijo.
Y dejó caer sobre Jaejoong una lluvia de flores.
–Como no puedes ir hacia ellas, ellas vienen a ti.
Jaejoong levantó la vista; tenía el regazo cubierto por un
torbellino de capullos perfumados.
–Gracias, mi señor–dijo con una sonrisa resplandeciente.
Yunho tomó asiento a su lado, con una mano tras la espalda para
inclinarse hacia él.
–Tengo otro regalo para ti–le dijo, ofreciéndole tres frágiles
aguileñas.
Cuando Jaejoong alargó la mano para tomarlas, Yunho las apartó. Jaejoong
lo miró sorprendido.
–No son gratuitas.
Bromeaba otra vez, pero la expresión de Jaejoong demostró que él
no se había dado cuenta. Yunho sintió una punzada de remordimientos por haberlo
herido tanto. De pronto se preguntó si era acaso mejor que su suegro. Le
deslizó un dedo por la mejilla.
–El precio que hay que pagar es poco–agregó con suavidad–. Me
gustaría oír que me llamaras por mi nombre.
Los ojos de Jaejoong se despejaron y recobraron la calidez.
–Yunho–pronunció en voz baja, mientras él le entregaba las
flores–. Gracias, mi... Yunho, por las flores.
Yunho suspiró perezosamente y se reclinó en la hierba, con las
manos detrás de la cabeza.
– ¡Mi Yunho!–Repitió–. ¡Qué bien suena!
Se enroscó ociosamente un rizo de Jaejoong en la palma de la mano.
Jaejoong, dándole la espalda, recogía las flores esparcidas para formar un
ramo. “Siempre ordenado”, pensó Yunho.
De pronto se le ocurrió que llevaba años sin pasar un día apacible
en sus propias tierras. La responsabilidad del castillo lo asediaba siempre,
pero en pocos días su esposo había ordenado las cosas de modo tal que él podía
tenderse en el césped, sin pensar en nada, para observar el vuelo de las abejas
y la textura sedosa de una hermosa cabellera.
– ¿Te enfadaste de verdad por lo de Simón?–Preguntó Jaejoong.
Yunho apenas podía recordar quién era Simón.
–No–sonrió–, pero no me gustó que alguien lograra lo que yo no
podía lograr. Y no estoy seguro de que ese nuevo cebo sea mejor.
Jaejoong se volvió para mirarlo de frente.
– ¿Sí que lo es? Simón estuvo de acuerdo de inmediato. Estoy seguro
de que los halcones atraparán más presas ahora que...–se interrumpió al verlo
reír–. Eres un hombre vanidoso.
– ¿Yo? Soy el menos vanidoso de los hombres.
– ¿No acabas de decir que te enfadaste porque alguien más hizo lo
que tú no podías?
–Ah...– Yunho volvió a relajarse en la hierba, con los ojos
cerrados. –No es lo mismo. A todo hombre le sorprende que un su esposo haga
algo, aparte de coser y criar niños.
– ¡Oh, tú!–Jaejoong, disgustado, arrancó un puñado de hierba con
su correspondiente terrón y se lo arrojó a la cara.
Yunho abrió los ojos, sorprendido. Luego se quitó la tierra de la
boca, entornando los ojos.
–Pagarás por esto–dijo, acercándose sigilosamente.
Jaejoong retrocedió, temeroso del dolor que le causaría, y empezó
a levantarse. Yunho lo aferró por el tobillo desnudo y se lo sujetó con fuerza.
–No...–protestó Jaejoong.
Y Yunho se arrojó contra él... para hacerle cosquillas. Jaejoong
sorprendido, estalló en risitas. Recogió las rodillas contra el pecho para
protegerse, pero él era inmisericorde.
– ¿Te retractas?
–No–jadeó Jaejoong –. Eres vanidoso, mil veces más vanidoso que
cualquiera.
Su marido le deslizó los dedos por las costillas hasta hacerlo
patalear.
–Basta, por favor–exclamó Jaejoong –. ¡No aguanto más!
Las manos de Yunho se aquietaron.
– ¿Te das por vencido?
–No. –Pero se apresuró a agregar: –Aunque tal vez no seas tan
vanidoso como yo pensaba.
–Esa no es manera de pedir disculpas.
–Me las han arrancado bajo tortura.
Yunho le sonrió.
– ¿Quién eres, esposo mío?–Susurró Yunho, devorándolo con la vista–me
embrujas al momento con la vista–. Me maldices y me embrujas al momento
siguiente. Me desafías hasta darme ganas de quitarte la vida, deslumbras con tu
encanto. Nunca he conocido otro como tú. Aún no te he visto enhebrar una aguja,
pero sí sumergida hasta las rodillas en la mugre del estanque. Montas tan bien
como cualquier hombre, pero te encuentro subida a un árbol y temblando como una
criatura de puro miedo. ¿Alguna vez eres la misma persona dos segundos
seguidos?
–Soy Jaejoong, nadie más. Tampoco sé cómo ser otra persona.
Yunho le acarició la sien. Después se inclinó para besarlo apenas
en los labios, dulces y calientes por el sol. Acababa de probarlo cuando el
cielo se abrió en un trueno enorme y empezó a derramar sobre ellos un verdadero
torrente de agua.
Yunho barbotó una palabra muy sucia, que Jaejoong nunca había
escuchado.
– ¡Al saliente rocoso!–Ordenó.
Y entonces se acordó del tobillo herido. Lo alzó para correr con
él hasta el refugio, donde el fuego chisporroteaba por la grasa caída. Aquel
repentino aguacero no mejoró en absoluto el humor de Yunho, que volvió al
fuego, furioso. Un lado de la carne estaba negro; el otro, crudo. Ninguno de
los dos había recordado darle la vuelta.
– ¡Qué mal cocinero eres!–Exclamó, fastidiado porque aquel momento
perfecto hubiera quedado destruido.
Jaejoong le dirigió una mirada inexpresiva.
–Soy mejor costurero que cocinero.
Yunho le clavó la mirada. Luego se echó a reír.
–Buena réplica. –Estudió la lluvia. –Debo atender a mi potro. No
puedo dejarlo bajo esta lluvia con la silla puesta.
Jaejoong, siempre alerta al bienestar de los animales, giró hacia
él.
– ¿Has dejado sin atención a tu pobre caballo durante tanto
tiempo?
A Yunho no le gustó aquel tono autoritario.
– ¿Y dónde está tu yegua, dime? ¿Tan poco te importa que no te
interesa saber qué ha sido de ella?
–Yo...–Jaejoong, concentrado en Yunho, ni siquiera había pensado
en el animal.
–Atiende tus deberes antes de darme tantas órdenes.
–Yo no te he dado ninguna orden.
–Dime, entonces, ¿qué era eso?
Jaejoong le volvió la espalda.
–Ve, ve, que tu caballo espera bajo la lluvia.
Yunho iba a replicar, pero cambió de idea y se alejó
Jaejoong se frotó el tobillo, regañándose por enfadar a su marido
a cada instante. De pronto interrumpió sus reproches. ¿Qué importaba enfadarlo
o no? ¿Acaso no lo odiaba?
Era un hombre vil, sin honor; un día de amabilidad no alteraría su
odio. ¿O sí?
–Mi señor.
La voz se oyó desde muy lejos,
–Lord Yunho, Jaejoong –las voces se iban acercando.
Yunho juró por lo bajo, ajustando la cincha que acababa de
aflojar. Se había olvidado de sus hombres por completo. ¿Qué hechizos arrojaba
Jaejoong, para hacerle olvidar su caballo y, peor aún, a sus hombres, que los
buscaban con tanta diligencia? Venían bajo la lluvia, mojados, con frío y con
hambre, sin duda. Por mucho que le hubiera gustado estar con Jaejoong, tal vez
para pasar la noche con él, primero debía pensar en su gente.
Llevó a su caballo al paso a través del arroyo y colina arriba.
Para entonces, ellos ya habían visto el fuego.
– ¿No está herido, mi señor?–Preguntó Won Bin cuando se
encontraron. El agua le chorreaba por la nariz.
–No–replicó Yunho con sequedad, sin mirar a su esposo, recostado
contra la roca salediza–. Nos atrapó la tormenta y Jaejoong se torció un
tobillo–comenzó a explicar.
Pero se interrumpió al ver que Won Bin miraba el cielo. Un
chaparrón de primavera no podía tomarse por tormenta.
Además, Yunho y su esposo podrían haber montado el mismo caballo.
Won Bin era hombre ya mayor, caballero del padre de Yunho, y tenía
experiencia con mozos.
–Comprendo, mi señor. Hemos traído la yegua del señor.
– ¡Maldición, maldición!–Murmuró Yunho.
Ahora había mentido a sus hombres. Se acercó a la yegua y ajustó
la cincha con salvajismo.
Jaejoong, pese al dolor del tobillo herido, renqueó
precipitadamente.
–No seas tan rudo con mi yegua–dijo, posesivo.
Yunho se volvió.
–Y tú, ¡no seas tan rudo conmigo, Jaejoong!
Jaejoong miraba en silencio por entre los postigos entornados,
contemplando la noche estrellada. Vestía una bata de damasco de color añil,
forrada de seda celeste y bordeada de armiño blanco. La lluvia había pasado y
el aire nocturno era fresco. Se apartó de la ventana, renuente, para volverse
hacia la cama vacía. Sabía cuál era su problema, aunque se negara a admitirlo.
¿Qué clase de hombre era, que se moría por las caricias de un hombre al que
despreciaba? Cerró los ojos; casi podía sentir las manos y los labios de ese
hombre en el cuerpo. ¿Acaso no tenía orgullo? Se quitó la bata para deslizarse
en la cama helada, desnudo.
El corazón se le detuvo por un instante al oír pasos pesados
frente a su puerta. Aguardó, sin aliento, pero los pasos retrocedieron por el
pasillo. Entonces descargó el puño contra la almohada de plumas. Pasó largo
rato antes de que pudiera dormir.
Yunho estuvo varios minutos junto a su puerta antes de volver al
cuarto que había ocupado. Se preguntaba qué le estaba pasando, de dónde le había
surgido esa nueva timidez. Jaejoong estaba dispuesto a recibirlo; se le notaba
en los ojos. Ese día, por primera vez en varias semanas, le había sonreído y
hasta lo había llamado por su nombre de pila. ¿Podía arriesgarse a perder esas
pequeñas ventajas entrando en su alcoba por la fuerza, para provocar nuevos
odios?
¿Y qué importaba violarlo otra vez o no? ¿Acaso no había
disfrutado de aquella primera noche? Se desvistió deprisa para deslizarse en la
cama vacía. No quería volver a violarlo. No; quería que Jaejoong le sonriera,
lo llamara por su nombre y le alargara los brazos. De su mente había
desaparecido toda idea de triunfo. Se durmió recordando cómo lo había tenido
aferrado a él en su momento de miedo.
sin que se diera cuenta Jae fue deslizándose de a poco en el corazón de Yunho y sacando a esa mujer pues ahora el ocupa un lugar muy especial en Yunho y lo piensa con mas amor del que el mismo puede admitir
ResponderEliminary Jae es mas consiente de lo que esta cambiando en el y los sentimientos por Yunho y no lo quiere aceptar por lo mal que Yunho se porto con el
Gracias
Bueno al menos despues de tantas peleas hay algo de ternura, es tan bueno que es casi indredulo pensar que no pasara nada malo de aqui en adelante.
ResponderEliminar¡gracias por el capitulo!
Tenía que ceder Yunho, Jae es un estuche de monedas, inteligente y sencillo. Ahora tendrá que enamorarlo y convencerlo de que lo necesitar, pero para eso el primero que desengañarse de la tipa esa y quitarse la venda de los ojos y dejarla.
ResponderEliminarGracias!!! 💗💕💞