viernes, 26 de mayo de 2017

Promesa Audaz: Capítulo 9

Capítulo 9

El gran salón de la casa solariega danzaba con la luz de las chimeneas. Los favoritos entre los siervos estaban allí, jugando a los naipes, a los dados o al ajedrez, limpiando sus armas o descansando, simplemente. Jaejoong y Taecyeon se habían sentado a solas en el extremo opuesto.
— Toca esa canción, Taecyeon, por favor — rogó Jaejoong —. Sabes que no Sirvo para la música. Te lo dije esta mañana y prometí jugar al ajedrez contigo.
— ¿Quieres que toque una canción tan larga como tus ausencias? — Él pulsó dos acordes en el laúd panzón. — Ya está — bromeó.
— No es culpa mía que te dejes derrotar tan pronto. Usas los peones sólo para atacar y no te proteges del ataque ajeno.
Taecyeon lo miró fijamente, boquiabierto. Después se echó a reír.
— ¿Eso es una muestra de sabiduría o un insulto desembozado?
— Taecyeon — comenzó Jaejoong — sabes exactamente lo que quiero decir. Me gustaría que tocaras para mí.
El cuñado le sonrió. La luz del fuego arrancaba destellos a su pelo; el vestido de lana destacaba su cuerpo tentador. Pero no era su belleza lo que amenazaba enloquecerlo.
La belleza existía hasta entre los siervos. No; era la misma Jaejoong.
Taecyeon nunca había conocido a un chico que tuviera tanta honestidad, tanta lógica, tanta inteligencia... Él sonrió; si Jaejoong hubiera sido otro hombre, él no habría corrido tanto peligro de enamorarse desesperadamente. Era preciso alejarse de aquel muchacho cuanto antes, aunque su pierna estuviera curada sólo a medias.
Taecyeon echó un vistazo sobre la cabeza de Jaejoong y vio que Yunho se apoyaba contra el marco de la puerta para observar el perfil de su esposo.
— Ven, Yunho — llamó — ven a tocar para tu esposo. La pierna me duele demasiado y no disfruto de estas cosas. He tratado de dar algunas lecciones a Jaejoong, pero no le aprovechan.
Le chisporrotearon los ojos al mirar a su cuñado, pero Jaejoong permanecía quieto, con la vista fija en las manos cruzadas en su regazo.
Yunho se adelantó.
— Me alegra saber de algo que mi esposo no haga a la perfección — rió —. ¿Sabes que hoy ha hecho limpiar el estanque de los peces? Dicen que en el fondo apareció un castillo.
Pero se interrumpió, porque Jaejoong se había puesto de pie, diciendo con voz serena:
— Disculpadme, pero estoy más cansado de lo que pensaba y deseo retirarme.
Sin una palabra más, salió del salón.
Yunho, perdida la sonrisa, cayó en una silla acolchada.
Su hermano lo miraba con simpatía.
— Mañana tengo que regresar a mi propia finca.
Yunho no dio señales de haber oído. Taecyeon hizo una señal a uno de los Sirvientes para que lo ayudara a llegar hasta su alcoba.
Jaejoong contempló la alcoba con ojos nuevos. Ya no era sólo de Jaejoong. Ahora que su esposo había vuelto a casa, tenía el derecho de compartirla. Compartir la habitación, compartir la cama, compartir el cuerpo. Se desvistió deprisa para meterse entre las sábanas. Algo antes, había despedido a sus doncellas, pues quería estar a solas. Si bien las actividades del día la habían cansado, clavó en el dosel los ojos muy abiertos. Al cabo de un rato oyó pasos ante la puerta.
Contuvo el aliento durante unos instantes, pero los pasos se retiraron, titubeantes. Era un alivio, por supuesto, pero ese alivio no calentaba la cama fría. Yunho no tenía por qué desearlo, se dijo, con los ojos llenos de lágrimas. Sin duda, había pasado la última semana con su amada Yoon Ji. Su pasión estaría completamente agotada. No necesitaba a su esposo.
Pese a sus pensamientos, la fatiga de la larga jornada acabó por hacerlo dormir.
Despertó muy temprano, cuando aún estaba oscuro; por las ventanas sólo entraba un leve rastro de luz. Todo el castillo dormía, y ese silencio le resultó placentero. Ya no podría volver a dormir ni tenía deseos de hacerlo. Esas oscuras horas de la mañana eran su momento favorito.
Se vistió con rapidez, con un sencillo vestido de lana azul. Sus zapatillas de suave cuero no hicieron ruido en los peldaños de madera, ni al caminar por entre los hombres que dormían en el gran salón. Fuera, la luz era gris, pero no tardó en adaptar los ojos. Junto a la casa solariega había un pequeño jardín amurallado: una de las primeras cosas que
Jaejoong había visto en su nuevo hogar y una de las últimas a las que podría dedicar su atención. Había allí varias hileras de rosales, con gran variedad de color, pero los capullos estaban casi ocultos bajo los tallos, marchitos por el largo descuido.
La fragancia de las flores en el frescor de la mañana era embriagadora. Jaejoong, sonriente, se inclinó hacia uno de los arbustos. Las otras tareas habían sido necesarias, pero la poda de los rosales era un trabajo por amor.
— Pertenecían a mi madre.
Jaejoong ahogó una exclamación ante aquella voz tan cercana. No había oído ruido de pasos.
— Por doquiera que iba recogía esquejes de rosales ajenos — continuó Yunho mientras se arrodillaba junto a él para tocar un pimpollo.
El momento y el lugar parecían sobrenaturales. Casi consiguió olvidar que lo odiaba. Volvió a su poda.
— ¿Tu madre murió cuando eras pequeño? — Preguntó en voz baja.
— Sí. Demasiado pequeño. Changmin apenas la conoció.
— ¿Y tu padre no volvió a casarse?
— Pasó el resto de su vida llorándola. El poco tiempo que le quedaba; murió tres años después. Por entonces yo tenía diecinueve.
Jaejoong nunca lo había oído hablar con tanta tristeza. En verdad, pocas veces le había llegado su voz sin tono de furia.
— Eras muy joven para hacerte cargo de las fincas de tu padre.
— Tenía un año menos de los que tienes tú ahora. Y tú pareces saber perfectamente cómo administrar esta propiedad. Mucho mejor de lo que yo lo hice entonces o lo he hecho hasta ahora.
Había admiración en su voz, pero también cierto tono ofendido.
— Es que a mí me han preparado para este trabajo — aclaró Jaejoong apresuradamente —. A ti se te dio adiestramiento de caballero. Ha de haberte resultado difícil cambiar.
— Me dijeron que a ti se te había preparado para la Iglesia — observó él, sorprendido.
— Sí — confirmó Jaejoong, mientras pasaba a otro rosal —. Mi madre no quería para mí la vida que ella había llevado. Pasó su infancia en un convento, donde fue muy feliz. Sólo al casarse...
Jaejoong se interrumpió por no terminar la frase.
— No comprendo cómo la vida del convento puede haberte preparado para lo que has hecho aquí. Por el contrario, deberías haber pasado los días rezando.
Jaejoong le sonrió. El cielo ya comenzaba a tomar un tono rosado. A lo lejos se oía el ruido que hacían los Sirvientes.
— En su mayoría, los hombres piensan que nada peor puede ocurrirle a un chico como yo o  mujer que verse sin la compañía de un hombre. Te aseguro que la vida de monja dista mucho de ser vacua. Fíjate en el convento. ¿Quién crees que administra esas tierras?
— Nunca se me ha ocurrido preguntármelo.
— La abadesa. Administra heredades junto a las cuales las del rey son poca cosa. Las tuyas y las mías, juntas, cabrían en un rincón. El año pasado mi madre me llevó a visitar a la abadesa. Pasé una semana a su lado. Es una mujer muy ocupada, que dirige el trabajo de Changmin de hombres y decide qué hacer con hectáreas enteras — los ojos de Jaejoong chispearon —. No tiene tiempo para labores femeninas.
Yunho dio un pequeño respingo, pero luego se echó a reír.
— Buena estocada. — ¿Qué había dicho Taecyeon sobre el sentido del humor de Jaejoong? — Acepto la corrección.
— Pensé que sabrías más de conventos, puesto que tu hermana es monja.
A la cara de Yunho subió un resplandor especial ante la mención de su hermana.
— No imagino a Ji Hye administrando ninguna heredad. Aun de niña era tan dulce y tímida que parecía de otro mundo.
— Por eso le permitiste ingresar en el convento.
— Fue su voluntad; cuando yo heredé las propiedades de mi padre, ella nos dejó. Yo hubiera preferido que ella permaneciera en casa, aun sin casarse, si no lo deseaba; pero ella quería estar cerca de las hermanas.
Yunho miró fijamente a su esposo, pensando que él había estado muy cerca de pasarse la vida en un convento.
El sol prendió fuego a su pelo. Al mirarlo así, sin enfado ni odio, lo dejaba sin aliento.
— ¡Oh! — Jaejoong rompió el hechizo al mirarse el dedo, pinchado por una espina de rosa.
Déjame ver.
Yunho le tomó la mano. Limpió una gota de sangre de la yema del dedo y se la llevó a los labios, mirándolo a los ojos.
— ¡Buenos días!
Los dos levantaron la vista hacia la ventana.
— Lamento interrumpir la escena de amor — anunció Taecyeon desde la casa — pero parece que mis hombres me han olvidado. Y con esta maldita pierna estoy convertido casi en un prisionero.
Jaejoong retiró la mano de entre las de Yunho y apartó la vista, ruborizado.
— Iré a ayudarlo — dijo Yunho, levantándose —. Dice Taecyeon que se marcha hoy. Tal vez pueda ponerlo en camino. ¿Me acompañarás a elegir tu yegua esta mañana?
Jaejoong asintió con la cabeza, pero no volvió a mirarlo.
— Veo que estás haciendo progresos con tu esposo — dijo Taecyeon, mientras Yunho lo ayudaba bruscamente a bajar la escalera.
— Y habría progresado más si cierta persona no se hubiera puesto a gritar desde la ventana — comentó Yunho, amargo.
Taecyeon resopló riendo. Le dolía la pierna y no le gustaba la perspectiva de hacer un largo viaje hasta otra finca, de modo que estaba de malhumor.
— Ni siquiera has pasado la noche con él.
— ¿Y eso qué te importa? ¿Desde cuándo averiguas dónde duermo?
— Desde que conozco a Jaejoong.
— Mira, Taecyeon, si te...
— No se te ocurra decirlo. ¿Por qué piensas que me voy con la pierna a medio curar?
Yunho sonrió.
— Es encantador, ¿verdad? Dentro de pocos días lo tendré comiendo de mi mano. Entonces verás dónde duermo.
Taecyeon se detuvo en medio de la escalera, con un brazo cruzado sobre los hombros de Yunho.
— Eres un tonto, hermano. Tal vez el peor de todos los tontos.
— Estás diciendo sandeces — afirmó Yunho —. Y no me gusta que me traten de tonto.
Taecyeon apretó los dientes, pues Yunho había dado una sacudida a su pierna.
— Jaejoong vale por dos como tú y por cien como esa bruja de hielo a quien crees amar.
Yunho se detuvo al pie de la escalera y, con una mirada malévola, se apartó tan deprisa que Taecyeon tuvo que apoyarse contra la pared para no caer.
— ¡No vuelvas a mencionar a Yoon Ji! — Advirtió el mayor con voz mortífera.
— ¡Hablaré de ella cuanto se me antoje! Alguien tiene que hacerlo. Te está arruinando la vida y echando por tierra la felicidad de Jaejoong. Y Yoon Ji no vale un solo cabello de tu esposo.
Yunho levantó el puño, pero lo dejó caer.
— Me alegro de que te vayas hoy. No quiero oírte decir una palabra más sobre mis parejas.
Giró sobre sus talones y se alejó a grandes pasos.
— ¡Tus parejas! — Le gritó Taecyeon —. Una es dueña de tu alma y el otro te trata con desprecio. ¿Cómo puedes decir que son tuyos?
* * *
Había diez caballos dentro del cercado. Cada uno de ellos era lustroso y fuerte; sus largas patas inspiraban visiones de animales al galope por campos floridos.
— ¿Debo elegir uno, mi señor? — Preguntó Jaejoong, inclinado sobre la cerca.
Levantó la vista hacia Yunho, observándolo con suspicacia. Durante toda la mañana él se había mostrado excepcionalmente simpático: primero, en el jardín; ahora, ofreciéndole un regalo. Lo había ayudado a montar y hasta lo tornó del brazo cuando Jaejoong, en un gesto muy poco señorial, trepó a la cerca. Jaejoong podía comprender su irritación y sus expresiones ceñudas, pero esa nueva amabilidad le inspiraba desconfianza.
–El que gustes–respondió Yunho, sonriente–. Todos han sido domados y están listos para la brida y la silla. ¿Ves alguno que te guste?
Jaejoong observó los animales.
–No hay uno solo que no me guste. No es fácil escoger. Creo que aquel, el negro.
Yunho sonrió ante su elección: era una yegua de paso alto y elegante.
–Es tuya–dijo.
Antes de que Yunho pudiera ayudarlo, Jaejoong echó pie a tierra y cruzó el portón. Pocos minutos después, el palafrenero de Yunho tenía a la yegua ensillada y a Jaejoong sobre ella.
Era estupendo volver a cabalgar. A su derecha se extendía la ruta hacia el castillo; a la izquierda, el denso bosque, coto de caza de los Jung. Sin pensarlo, Jaejoong tomó el camino hacia el bosque. Llevaba demasiado tiempo encerrado entre murallas y apiñado con otras personas. Los grandes robles, las hayas, le parecieron incitantes, las ramas se entrecruzaban arriba, formando un refugio individual. No se volvió a ver si lo seguían; se limitó a lanzarse en línea recta hacia la libertad.
Galopaba para probarse y probar a la yegua. Eran tan compatibles como esperaba. El animal disfrutaba tanto con aquella carrera como él mismo.
–Tranquila ahora, bonita mía–susurró cuando estuvieron bien dentro del bosque.
La yegua obedeció, escogiendo el camino entre árboles y matas. La tierra estaba cubierta de helechos y follaje seco acumulado en cientos de años. Era una suave y silenciosa alfombra. Jaejoong aspiró profundamente el aire limpio y fresco, dejando que su cabalgadura eligiera el rumbo.
Un ruido de agua corriente le llamó la atención, y también a la yegua. Por entre los árboles corría un arroyo profundo y fresco que hacía bailar los reflejos del sol entre las ramas colgantes. Jaejoong desmontó y condujo a su yegua hasta el agua. Mientras el animal bebía tranquilamente, Jaejoong arrancó unos puñados de hierba para frotarle los costados. Habían galopado varios minutos antes de llegar al bosque, y la yegua estaba sudada.
Mientras se dedicaba a esa agradable tarea, disfrutó del día, del agua y de su caballo. El animal irguió las orejas, alerta, y retrocedió con nerviosismo.
–Quieta, muchacha–ordenó Jaejoong, acariciándole el suave cuello.
La yegua dio otro paso atrás, esa vez con más ímpetu, y relinchó. Jaejoong giró en redondo, tratando de tomar las riendas, pero no las encontró.
Se acercaba un cerdo salvaje, olfateando el aire. Estaba herido y sus ojillos parecían vidriados por el dolor. Jaejoong trató nuevamente de tomar las riendas de su caballo, pero el cerdo inició el ataque. La yegua, enloquecida por el miedo, partió al galope. Jaejoong se recogió las faldas y echó a correr, pero el cerdo era más veloz que él. Mientras corría saltó hacia una rama baja y trató de izarse. Fortalecido por toda una vida de trabajo y ejercicio, balanceó las piernas hasta alcanzar otra rama, en el momento en que el cerdo salvaje llegaba hasta él. No fue fácil mantenerse en el árbol, a causa del ataque repetido del animal, que sacudía el tronco.
Por fin, Jaejoong pudo erguirse en la rama más baja, asida a otra que pasaba por encima de su cabeza. Al mirar hacia abajo se dio cuenta de que estaba a mucha distancia del suelo. Clavó la vista en el cerdo, con ciego terror; sus nudillos se habían puesto blancos por la fuerza con que se aferraba de la rama alta.
–Tenemos que diseminarnos–ordenó Yunho a Won Bin, su segundo–. Somos demasiado pocos para dividimos en parejas, y él no puede estar muy lejos.
Yunho trataba de mantener la voz en calma. Estaba furioso con su esposo por alejarse al galope, a lomos de un animal desconocido, en un bosque que le era extraño. Yunho lo había seguido con la vista, esperando que Jaejoong regresara al llegar a las lindes del bosque. Tardó un momento en comprender que Jaejoong iba a internarse en él.
Y ahora no podía encontrarlo. Era como si se hubiera desvanecido, tragado por los árboles.
–Won Bin, tú irás hacia el norte, rodeando los árboles. Tú, Odo, por el sur. Yo buscaré en el centro.
En el interior del bosque todo era silencio. Yunho escuchó con atención, tratando de percibir alguna señal de su esposo. Había pasado allí gran parte de su vida y conocía el bosque centímetro a centímetro. Sabía que la yegua se encaminaría, casi con seguridad, al arroyo que corría por el centro.
Llamó varias veces a Jaejoong, pero no hubo respuesta.
De pronto, su potro irguió las orejas.
– ¿Qué pasa, muchacho?–Preguntó Yunho, alertado.
El caballo dio un paso atrás, con las fosas nasales dilatadas. Estaba adiestrado para la cacería. Yunho reconoció la señal.
–Ahora no–dijo–. Más tarde buscaremos la presa.
El caballo parecía no comprender, pero tiró de las riendas. Yunho frunció el ceño, pero le dio riendas. En ese momento, oyó el ruido del cerdo que atacaba la base del árbol. Un instante después lo vio. Iba a conducir a su cabalgadura dando un rodeo, pero su vista distinguió algo azul en el árbol.
– ¡Por Dios!–Susurró al caer en la cuenta de que Jaejoong estaba inmovilizado en el árbol–. ¡Jaejoong!–No obtuvo respuesta. –En un momento estarás a salvo.
El caballo bajó la cabeza, preparándose para el ataque, mientras Yunho desenvainaba la espada que llevaba al costado de la silla. El potro, bien adiestrado, corrió hasta pasar muy cerca del cerdo. Yunho se inclinó desde la silla, sujetándose con sus fuertes muslos, y clavó el arma en la columna del animal. El cerdo dio un chillido y pataleó antes de morir.
Yunho saltó apresuradamente de la montura para recuperar el arma. Cuando levantó la vista hacia Jaejoong, el puro terror de su cara lo dejó atónito.
–Ya no hay peligro, Jaejoong. El cerdo ha muerto. Ya no puede hacerte daño.
Tal terror parecía estar fuera de proporción con el peligro, puesto que Jaejoong estaba relativamente a salvo en la copa del árbol. Jaejoong se mantuvo mudo, con la vista clavada en tierra y el cuerpo rígido como una lanza de hierro.
– ¡Jaejoong!–Exclamó él con aspereza–. ¿Estás herido?
Aun entonces, Jaejoong no respondió ni dio señales de verlo. Yunho le alargó los brazos, apuntando.
–Bastará con un pequeño salto. Suelta la rama de arriba y yo te recibiré.
Jaejoong seguía sin moverse.
Yunho echó un vistazo desconcertado al cerdo muerto y volvió a observar la cara espantada de su esposo. Lo asustaba algo que no era el cerdo.
–Jaejoong...–habló en voz baja, poniéndose en la línea de aquella mirada vacua–. ¿Es la altura lo que te da miedo?
No podía estar seguro, pero tuvo la impresión de que Jaejoong movía la cabeza en un levísimo gesto de asentimiento.
Yunho se balanceó desde la rama baja para instalarse fácilmente a su lado. Le rodeó la cintura con un brazo, sin que Jaejoong diera señales de verlo.
–Escúchame –dijo Yunho en voz baja y serena–: voy a tomarte de las manos para bajarte a tierra. Tienes que confiar en mí. No tengas miedo.
Fue preciso soltarle las manos; Jaejoong se aferró a sus muñecas, preso del pánico. Yunho buscó apoyo en una rama y lo bajó al suelo.
En cuanto los pies de Jaejoong hubieron tocado tierra, Yunho bajó de un salto y lo tomó en sus brazos. Jaejoong se aferró a Yunho con desesperación, temblando.
–Bueno, bueno–susurró Yunho, acariciándole la cabeza–, ahora estás a salvo.
Pero Jaejoong no dejaba de temblar, y Yunho sintió que le cedían las rodillas. Lo alzó en brazos para llevarlo hasta un tronco de árbol; allí se sentó, lo colocó en el regazo, como si fuera un bebe. Aunque tenía poca experiencia, exceptuando la amorosa, y ninguna con niños, era obvio que el miedo de Jaejoong era extraordinario.
Lo estrechó con fuerza, con tanta fuerza como pudo sin sofocarlo. Le apartó el pelo de la mejilla sudorosa y acalorada, lo meció. Si alguien le hubiera dicho que alguien podía aterrorizarse tanto por estar a un par de metros del suelo, se habría reído. Pero ahora no le parecía nada divertido. El miedo de Jaejoong era muy real y lo apenaba que él pudiera sufrir tanto. El corazón le palpitaba como si fuera un pájaro. Yunho comprendió que tenía que inspirarle una sensación de seguridad. Entonces comenzó a cantar en voz baja, sin prestar mucha atención a la letra, con voz densa y sedante. Cantó una canción de amor que hablaba de un hombre que, al retornar de las Cruzadas, encontraba a su gran amor esperándolo.
Poco a poco sintió que Jaejoong se relajaba contra él; los horribles temblores iban cediendo y sus manos dejaban de aferrarlo. Aún entonces, Yunho no lo soltó. Sin dejar de tararear la melodía, sonrió y le besó la sien. La respiración de Jaejoong se fue normalizando hasta que él levantó la cabeza de su hombro. Trató de apartarse, pero Yunho lo retuvo con firmeza. Esa necesidad que Jaejoong tenía de su protección lo tranquilizaba de un modo extraño, aunque hubiera dicho que no le gustaban las personas dependientes.
–Dirás que soy un tonto –murmuró Jaejoong.
Yunho no respondió.
–No me gustan las alturas–continuó Jaejoong.
Yunho sonrió, estrechándolo.
–Ya me he dado cuenta–rió–, aunque “no me gustan” es poco decir. ¿Por qué te inspiran tanto miedo los lugares altos?
Ahora reía, feliz de verlo repuesta. Le sorprendió que Jaejoong se pusiera rígido.
– ¿Qué he dicho? No te enfades.
–No me enfado–aseguró Jaejoong con tristeza, relajándose a gusto en sus brazos–. Pero no me gusta pensar en mi padre. Eso es todo.
Yunho lo obligó a apoyar otra vez la cabeza en su hombro.
–Cuéntame–pidió con seriedad.
Jaejoong guardó silencio por un momento. Cuando habló, lo hizo en voz tan baja que apenas fue posible escucharlo.
–En realidad, es poco lo que recuerdo. Sólo perdura el miedo. Mis doncellas me lo contaron varios años después. Cuando tenía tres años, algo perturbó mi sueño. Salí de mi cuarto para ir al gran salón, lleno de luces y música. Allí estaba mi padre, con sus amigos; todos bastante borrachos.
Su voz era fría, como si estuviera contando una anécdota ajena.
–Al verme, mi padre pareció idear una gran broma. Pidió una escalera y subió por ella, conmigo bajo el brazo, para sentarme en un alto antepecho de ventana, a buena altura. Tal como te he dicho, de esto no recuerdo nada. Mi padre y sus amigos se quedaron dormidos; por la mañana mis doncellas tuvieron que buscarme. Pasó mucho tiempo antes de que me encontraran, aunque debí de oírles llamar. Al parecer estaba tan asustado que no podía hablar.
Yunho le acarició la cabellera y volvió a mecerlo. Le revolvía el estómago pensar que un hombre pudiera poner a una criatura de tres años a seis metros por encima del suelo para dejarla allí toda la noche. Lo aferró por los hombros y lo apartó de si.
–Pero ahora estás a salvo. Ya ves que el suelo está muy cerca.
Jaejoong le dedicó una sonrisa vacilante.
–Has sido muy bueno conmigo. Gracias.
Aquel agradecimiento no fue grato para Yunho. Le entristecía pensar que Jaejoong hubiera sido tan maltratado en su corta vida, puesto que el consuelo de su esposo le parecía un don del cielo.
–No has visto mis bosques. ¿Qué te parece si pasamos un rato aquí?
–Pero hay trabajo que...
–Eres un demonio para el trabajo. ¿Nunca te diviertes?
–No estoy seguro de saber cómo hacerlo–respondió Jaejoong con franqueza.
–Bueno, hoy aprenderás. Hoy será un día para recoger flores silvestres y ver cómo se aparean los pájaros.
Lo miró agitando las cejas y Jaejoong emitió una risita muy poco habitual en él. Yunho quedó encantado. Los ojos de Jaejoong eran cálidos; sus labios, dulcemente curvos; su belleza resultaba embriagadora.
–Ven, pues–le dijo, poniéndolo de pie–. Aquí cerca hay una ladera cubierta de flores, donde viven algunos pájaros extraordinarios.
Cuando los pies de Jaejoong tocaron el suelo, el tobillo izquierdo no lo sostuvo. Jaejoong se apoyó en el brazo de Yunho.
–Te has hecho daño–observó Yunho, arrodillándose para revisarle el tobillo. Notó que Jaejoong se mordía los labios–. Lo sumergiremos en agua fría del arroyo para que no se hinche.
Y lo alzó en brazos.
–Si me ayudas, puedo caminar.
– ¿Y perder mi condición de caballero? Como sabes, se nos enseñan las normas del amor cortesano, que son muy severas. Es preciso llevarte en brazos cuando quiera que sea posible.
– ¿Soy sólo un medio de acrecentar tu condición de caballero?–Preguntó Jaejoong, muy serio.
–Desde luego, puesto que eres una carga muy pesada. Debes de pesar tanto como mi caballo.
– ¡No es así!–Protestó Jaejoong con vehemencia. Entonces vio que le chispeaban los ojos–. ¡Estás bromeando!
– ¿No te he dicho que este día sería para la diversión?
Jaejoong sonrió, apoyándose contra su hombro. Resultaba agradable que lo estrechara así.
Yunho lo depositó en el borde del arroyo y le quitó cuidadosamente el zapato.
–Es preciso sacar la media–exigió.
Observó con placer los movimientos de Jaejoong, que recogía sus largas faldas para descubrir la parte alta de la media, atada por encima de la rodilla con una liga.
–Si necesitas ayuda...–se ofreció, lascivo, mientras Jaejoong enrollaba hacia abajo la prenda de seda.
Jaejoong se dejó lavar el pie con agua fría. ¿Quién era aquel hombre que lo tocaba con tanta suavidad? No podía ser el mismo que lo había abofeteado, el que se había pavoneado ante él con su amante, el que lo había violado en la noche nupcial.
–No parece estar muy mal–observó Yunho, mirándolo.
–No, en efecto–confirmó Jaejoong en voz baja.
Una súbita brisa le cruzó un mechón de pelo contra los ojos. Yunho se lo apartó con suavidad.
– ¿Te gustaría que hiciera una gran fogata para asar ese detestable cerdo?
Jaejoong le sonrió.
–Me gustaría.
Yunho volvió a alzarlo y lo arrojó en el aire, juguetón. Jaejoong se aferró a su cuello, asustado.
–Tal vez llegue a gustarme este miedo tuyo–rió el marido, estrechándolo contra sí.
Lo llevó a la otra orilla del arroyo y hasta una colina cubierta de flores silvestres. Allí encendió una fogata bajo un saliente rocoso. A los pocos minutos volvió con un trozo del cerdo salvaje, ya aderezado, y lo puso a asar. No permitió que Jaejoong prestara ayuda alguna. Mientras la carne se asaba, volvió a alejarse para volver minutos después con el tabardo recogido a la altura de las caderas, como si trajera algo.
–Cierra los ojos–dijo.
Y dejó caer sobre Jaejoong una lluvia de flores.
–Como no puedes ir hacia ellas, ellas vienen a ti.
Jaejoong levantó la vista; tenía el regazo cubierto por un torbellino de capullos perfumados.
–Gracias, mi señor–dijo con una sonrisa resplandeciente.
Yunho tomó asiento a su lado, con una mano tras la espalda para inclinarse hacia él.
–Tengo otro regalo para ti–le dijo, ofreciéndole tres frágiles aguileñas.
Cuando Jaejoong alargó la mano para tomarlas, Yunho las apartó. Jaejoong lo miró sorprendido.
–No son gratuitas.
Bromeaba otra vez, pero la expresión de Jaejoong demostró que él no se había dado cuenta. Yunho sintió una punzada de remordimientos por haberlo herido tanto. De pronto se preguntó si era acaso mejor que su suegro. Le deslizó un dedo por la mejilla.
–El precio que hay que pagar es poco–agregó con suavidad–. Me gustaría oír que me llamaras por mi nombre.
Los ojos de Jaejoong se despejaron y recobraron la calidez.
–Yunho–pronunció en voz baja, mientras él le entregaba las flores–. Gracias, mi... Yunho, por las flores.
Yunho suspiró perezosamente y se reclinó en la hierba, con las manos detrás de la cabeza.
– ¡Mi Yunho!–Repitió–. ¡Qué bien suena!
Se enroscó ociosamente un rizo de Jaejoong en la palma de la mano. Jaejoong, dándole la espalda, recogía las flores esparcidas para formar un ramo. “Siempre ordenado”, pensó Yunho.
De pronto se le ocurrió que llevaba años sin pasar un día apacible en sus propias tierras. La responsabilidad del castillo lo asediaba siempre, pero en pocos días su esposo había ordenado las cosas de modo tal que él podía tenderse en el césped, sin pensar en nada, para observar el vuelo de las abejas y la textura sedosa de una hermosa cabellera.
– ¿Te enfadaste de verdad por lo de Simón?–Preguntó Jaejoong.
Yunho apenas podía recordar quién era Simón.
–No–sonrió–, pero no me gustó que alguien lograra lo que yo no podía lograr. Y no estoy seguro de que ese nuevo cebo sea mejor.
Jaejoong se volvió para mirarlo de frente.
– ¿Sí que lo es? Simón estuvo de acuerdo de inmediato. Estoy seguro de que los halcones atraparán más presas ahora que...–se interrumpió al verlo reír–. Eres un hombre vanidoso.
– ¿Yo? Soy el menos vanidoso de los hombres.
– ¿No acabas de decir que te enfadaste porque alguien más hizo lo que tú no podías?
–Ah...– Yunho volvió a relajarse en la hierba, con los ojos cerrados. –No es lo mismo. A todo hombre le sorprende que un su esposo haga algo, aparte de coser y criar niños.
– ¡Oh, tú!–Jaejoong, disgustado, arrancó un puñado de hierba con su correspondiente terrón y se lo arrojó a la cara.
Yunho abrió los ojos, sorprendido. Luego se quitó la tierra de la boca, entornando los ojos.
–Pagarás por esto–dijo, acercándose sigilosamente.
Jaejoong retrocedió, temeroso del dolor que le causaría, y empezó a levantarse. Yunho lo aferró por el tobillo desnudo y se lo sujetó con fuerza.
–No...–protestó Jaejoong.
Y Yunho se arrojó contra él... para hacerle cosquillas. Jaejoong sorprendido, estalló en risitas. Recogió las rodillas contra el pecho para protegerse, pero él era inmisericorde.
– ¿Te retractas?
–No–jadeó Jaejoong –. Eres vanidoso, mil veces más vanidoso que cualquiera.
Su marido le deslizó los dedos por las costillas hasta hacerlo patalear.
–Basta, por favor–exclamó Jaejoong –. ¡No aguanto más!
Las manos de Yunho se aquietaron.
– ¿Te das por vencido?
–No. –Pero se apresuró a agregar: –Aunque tal vez no seas tan vanidoso como yo pensaba.
–Esa no es manera de pedir disculpas.
–Me las han arrancado bajo tortura.
Yunho le sonrió.
– ¿Quién eres, esposo mío?–Susurró Yunho, devorándolo con la vista–me embrujas al momento con la vista–. Me maldices y me embrujas al momento siguiente. Me desafías hasta darme ganas de quitarte la vida, deslumbras con tu encanto. Nunca he conocido otro como tú. Aún no te he visto enhebrar una aguja, pero sí sumergida hasta las rodillas en la mugre del estanque. Montas tan bien como cualquier hombre, pero te encuentro subida a un árbol y temblando como una criatura de puro miedo. ¿Alguna vez eres la misma persona dos segundos seguidos?
–Soy Jaejoong, nadie más. Tampoco sé cómo ser otra persona.
Yunho le acarició la sien. Después se inclinó para besarlo apenas en los labios, dulces y calientes por el sol. Acababa de probarlo cuando el cielo se abrió en un trueno enorme y empezó a derramar sobre ellos un verdadero torrente de agua.
Yunho barbotó una palabra muy sucia, que Jaejoong nunca había escuchado.
– ¡Al saliente rocoso!–Ordenó.
Y entonces se acordó del tobillo herido. Lo alzó para correr con él hasta el refugio, donde el fuego chisporroteaba por la grasa caída. Aquel repentino aguacero no mejoró en absoluto el humor de Yunho, que volvió al fuego, furioso. Un lado de la carne estaba negro; el otro, crudo. Ninguno de los dos había recordado darle la vuelta.
– ¡Qué mal cocinero eres!–Exclamó, fastidiado porque aquel momento perfecto hubiera quedado destruido.
Jaejoong le dirigió una mirada inexpresiva.
–Soy mejor costurero que cocinero.
Yunho le clavó la mirada. Luego se echó a reír.
–Buena réplica. –Estudió la lluvia. –Debo atender a mi potro. No puedo dejarlo bajo esta lluvia con la silla puesta.
Jaejoong, siempre alerta al bienestar de los animales, giró hacia él.
– ¿Has dejado sin atención a tu pobre caballo durante tanto tiempo?
A Yunho no le gustó aquel tono autoritario.
– ¿Y dónde está tu yegua, dime? ¿Tan poco te importa que no te interesa saber qué ha sido de ella?
–Yo...–Jaejoong, concentrado en Yunho, ni siquiera había pensado en el animal.
–Atiende tus deberes antes de darme tantas órdenes.
–Yo no te he dado ninguna orden.
–Dime, entonces, ¿qué era eso?
Jaejoong le volvió la espalda.
–Ve, ve, que tu caballo espera bajo la lluvia.
Yunho iba a replicar, pero cambió de idea y se alejó
Jaejoong se frotó el tobillo, regañándose por enfadar a su marido a cada instante. De pronto interrumpió sus reproches. ¿Qué importaba enfadarlo o no? ¿Acaso no lo odiaba?
Era un hombre vil, sin honor; un día de amabilidad no alteraría su odio. ¿O sí?
–Mi señor.
La voz se oyó desde muy lejos,
–Lord Yunho, Jaejoong –las voces se iban acercando.
Yunho juró por lo bajo, ajustando la cincha que acababa de aflojar. Se había olvidado de sus hombres por completo. ¿Qué hechizos arrojaba Jaejoong, para hacerle olvidar su caballo y, peor aún, a sus hombres, que los buscaban con tanta diligencia? Venían bajo la lluvia, mojados, con frío y con hambre, sin duda. Por mucho que le hubiera gustado estar con Jaejoong, tal vez para pasar la noche con él, primero debía pensar en su gente.
Llevó a su caballo al paso a través del arroyo y colina arriba. Para entonces, ellos ya habían visto el fuego.
– ¿No está herido, mi señor?–Preguntó Won Bin cuando se encontraron. El agua le chorreaba por la nariz.
–No–replicó Yunho con sequedad, sin mirar a su esposo, recostado contra la roca salediza–. Nos atrapó la tormenta y Jaejoong se torció un tobillo–comenzó a explicar.
Pero se interrumpió al ver que Won Bin miraba el cielo. Un chaparrón de primavera no podía tomarse por tormenta.
Además, Yunho y su esposo podrían haber montado el mismo caballo.
Won Bin era hombre ya mayor, caballero del padre de Yunho, y tenía experiencia con mozos.
–Comprendo, mi señor. Hemos traído la yegua del señor.
– ¡Maldición, maldición!–Murmuró Yunho.
Ahora había mentido a sus hombres. Se acercó a la yegua y ajustó la cincha con salvajismo.
Jaejoong, pese al dolor del tobillo herido, renqueó precipitadamente.
–No seas tan rudo con mi yegua–dijo, posesivo.
Yunho se volvió.
–Y tú, ¡no seas tan rudo conmigo, Jaejoong!
Jaejoong miraba en silencio por entre los postigos entornados, contemplando la noche estrellada. Vestía una bata de damasco de color añil, forrada de seda celeste y bordeada de armiño blanco. La lluvia había pasado y el aire nocturno era fresco. Se apartó de la ventana, renuente, para volverse hacia la cama vacía. Sabía cuál era su problema, aunque se negara a admitirlo. ¿Qué clase de hombre era, que se moría por las caricias de un hombre al que despreciaba? Cerró los ojos; casi podía sentir las manos y los labios de ese hombre en el cuerpo. ¿Acaso no tenía orgullo? Se quitó la bata para deslizarse en la cama helada, desnudo.
El corazón se le detuvo por un instante al oír pasos pesados frente a su puerta. Aguardó, sin aliento, pero los pasos retrocedieron por el pasillo. Entonces descargó el puño contra la almohada de plumas. Pasó largo rato antes de que pudiera dormir.
Yunho estuvo varios minutos junto a su puerta antes de volver al cuarto que había ocupado. Se preguntaba qué le estaba pasando, de dónde le había surgido esa nueva timidez. Jaejoong estaba dispuesto a recibirlo; se le notaba en los ojos. Ese día, por primera vez en varias semanas, le había sonreído y hasta lo había llamado por su nombre de pila. ¿Podía arriesgarse a perder esas pequeñas ventajas entrando en su alcoba por la fuerza, para provocar nuevos odios?

¿Y qué importaba violarlo otra vez o no? ¿Acaso no había disfrutado de aquella primera noche? Se desvistió deprisa para deslizarse en la cama vacía. No quería volver a violarlo. No; quería que Jaejoong le sonriera, lo llamara por su nombre y le alargara los brazos. De su mente había desaparecido toda idea de triunfo. Se durmió recordando cómo lo había tenido aferrado a él en su momento de miedo.

3 comentarios:

  1. sin que se diera cuenta Jae fue deslizándose de a poco en el corazón de Yunho y sacando a esa mujer pues ahora el ocupa un lugar muy especial en Yunho y lo piensa con mas amor del que el mismo puede admitir
    y Jae es mas consiente de lo que esta cambiando en el y los sentimientos por Yunho y no lo quiere aceptar por lo mal que Yunho se porto con el
    Gracias

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  2. Bueno al menos despues de tantas peleas hay algo de ternura, es tan bueno que es casi indredulo pensar que no pasara nada malo de aqui en adelante.

    ¡gracias por el capitulo!

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  3. Tenía que ceder Yunho, Jae es un estuche de monedas, inteligente y sencillo. Ahora tendrá que enamorarlo y convencerlo de que lo necesitar, pero para eso el primero que desengañarse de la tipa esa y quitarse la venda de los ojos y dejarla.

    Gracias!!! 💗💕💞

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